Kokuhaku (Tetsuya Nakashima, 2010), cuyo título en inglés es Confessions, fue seleccionada por Japón como candidata al Oscar como Mejor Película en Lengua Extranjera en la 83ª edición de los Oscar. Había ganado en los rubros Mejor Película, Mejor Director, Mejor Guión y Mejor Editor en la 34ª entrega de los premios de la Academia Japonesa. Hollywood, sin embargo, no la entendió y decidió no ternarla.
En consecuencia, la extraordinaria película de Nakashima ha perdido toda chance de ser distribuida en la Argentina, un país dominado (en lo que a gustos cinematográficos se refiere) por un provincianismo igualmente obediente de los mandatos de los festivales europeos (cuyas grillas suelen anticipar la de nuestro querido Bafici) y los de los canales de distribución norteamericanos.
Hace unos días, le pregunté a uno de los programadores más finos y menos complacientes de los festivales cinematográficos argentinos si había visto la película y no sabía de qué le estaba hablando. Localicé un cinéfilo en Adrogué que la había visto. Me dijo que “la fotografía es muy buena, pero todo lo demás (historia, trama, pero sobre todo el mensaje) me pareció horroroso, nefasto... Esta película le vendría como anillo al dedo a más de un político argentino”. Me sorprendió el comentario, porque ciertamente no imagino cómo una historia de niños psicóticos asesinos y maestras extraviadas y vengativas podría servir de fundamento a cualquier forma de política, pero no quise entrar en una discusión que involucrara la edad de punibilidad (algo que la maestra desquiciada que protagoniza la película enarbola todo el tiempo) y la de consentimiento, porque me pareció que el tema de Kokuhaku no era ése, sino los seísmos que se producen cuando dos culturas se tocan. En películas anteriores como Shimotsuma monogatari (Kamikaze Girls, 2004), una comedia bizarra y un poco abrumadora, Nakashima ya había investigado el punto de sutura entre Oriente y Occidente: la protagonista, una adolescente teñida de rubio que viste exclusivamente trajes estilo rococó y se dedica al bordado como actividad principal, se encuentra con una coetánea motoquera, punk y evidentemente lesbiana. En ese revoltijo insoportable, parecía, Nakashima encontraba los materiales para reflexionar sobre la cultura actual (quiero decir: japonesa).
Kokuhaku lleva más lejos el asunto, tratándolo ahora con una seriedad que quema. La película (basada en el best seller de la bellísima Kanae Minato) comienza con la última clase que la profesora Yuko Moriguchi dará a sus alumnos antes de las vacaciones de primavera. No volverá a las aulas, y como despedida revela a sus alumnos de 13 años que su hija de 4 años no murió ahogada accidentalmente sino que fue asesinada por dos de los alumnos que están en esa aula (ella dice). Y como la ley protege a esos niños asesinos, la “ciudadana Moriguchi” ha decidido hacer justicia por mano propia.
Ya ese ininterrumpido monólogo de media hora (jamás el cine mostró una clase de escuela con la inteligencia, la paciencia y la sagacidad de la que hace gala Nakashima) habría bastado para considerar a Kokuhaku como una obra maestra (la sociabilidad del aula, el cansancio de los adolescentes, sus ausencias, los gritos). Pero no conforme con eso, Nakashima (según el modelo de Citizen Kane, que había usado ya en Kiraware Matsuko no isshô –Memories of Matsuko, 2006), mediante sucesivos testimonios, completa el rompecabezas de unas conciencias averiadas y se hunde en los delirios de venganza e indiferencia por la vida que tensionan al límite una película que no desdeña ni el psicologismo más barato ni el abuso de la cámara lenta, porque lo que le importa subrayar está en un más allá de la conciencia y de la técnica: en sus cimientos.
Lo que a Nakashima le interesa es el contacto de “lo japonés” (si se nos permite la pereza intelectual) con Occidente: Moriguchi supervisa un programa nutricional (leche), la Biblia que ha leído un personaje clave de la historia (ya muerto) ocupa un lugar fundamental en los ideales de “redención” (noción cristiana) que persigue la “ciudadana Moriguchi”; la banda de sonido repite obsesivamente las más mórbidas canciones de Radiohead (Last Flowers); etc.
Kokuhaku no es agitprop, es arte. No protesta por la inadecuación de la legislación, brinda testimonio del abandono en esos bordes o fisuras en los que la Ley se declara ausente, porque la cultura misma se ha desbaratado al chocar con otra placa que le ofrece resistencia. Por lo mismo, no tiene horizonte de reconocimiento: ni Hollywood, ni el Bafici.