En 1963, una vez superado el “invierno” del entonces ministro Alvaro Alsogaray, con seis o siete sueldos de obrero industrial especializado se podía comprar el pequeño, aunque eficiente, Fiat 600. Esos trabajadores se consideraban clase media, enviaban a sus hijos a las universidades en las ciudades más importantes del país, elegían pasar sus vacaciones en el mar o en las sierras o en sur patagónico. Y allí iban, soportando los calores y las rutas angostas, sin comodidades.
La inflación los castigaba, pero no tanto, no los traumatizaba, no les trababa el acceso a los bienes por entonces sofisticados. El Estado de Bienestar del peronismo permanecía en el imaginario colectivo y la inmensa mayoría creía en el porvenir.
Los obreros no estaban solos. Los primeros sociólogos recibidos en la Universidad de Buenos Aires, los que indagaban sobre pautas, comportamientos y esperanzas de las distintas capas sociales sabían que el personaje Mafalda (creado por el talento de Quino), junto con sus padres, su hermanito y sus amiguitos expresaban las apetencias y las dudas de una clase media aturdida.
Los políticos seducían a esa clase, intentaban sondear sus emociones y expectativas. Aunque se tratara de un estamento (en especial, las capas medias urbanas) muy ciclotímico en sus elecciones políticas, decisivas en el momento en el que emitían el voto.
La clase media también se expresaba en sus opciones culturales e intelectuales. Es la clase que colaboró activamente en el cambio de las costumbres de todo tipo y color, en la aceptación de un arte a contramano (uno de sus refugios fue el Instituto Di Tella) la que sugería la compra de las revistas semanales (Primera Plana, Confirmado, Panorama, Análisis), la moda que se renovaba año tras año, las lecturas de libros casi obligatorios, los lugares determinados para el turismo. La misma clase que seguía la evolución económica y política del país, un grupo humano que amparó los grandes cambios políticos y los escenarios propicios para la militancia política. Los hijos de esa clase participaron activamente, junto con los sindicatos, en el “Cordobazo” en 1969 y luego en la “guerrilla urbana y rural”.
La buena vida de la clase media concluyó drásticamente con el “Rodrigazo”, en 1975. Con la devaluación del 100% más el aumento de tarifas, de combustibles, de servicios elementales, numerosos integrantes de esa clase bajaron varios escalones en la pirámide social, en pocos días. Tuvieron que desprenderse de sus activos familiares, perdieron bastante, se empobrecieron. La mayor proporción no pudo volver a ser lo que fue antes, no volvieron al circuito normal (o legal) del trabajo.
Un año antes, en 1974, se calculaba que un poco más del 82% de la población argentina integraba la clase media y tan sólo el 7,1% era pobre. Hace tres años, en 2007, la clase media (la de los ingresos medios) constituía el 58% del total de habitantes y los de bajos ingresos el 32 por ciento.
En 1988, arribó el tsunami económico con una hiperinflación del 1.000% anual, que mató el equilibrio que sostenían otros subsectores de la clase media que no habían sido heridos antes. En una investigación emprendida por economistas de la Universidad de San Andrés, se afirma que a partir de 1994, en medio de la Convertibilidad (aunque un año antes del “tequilazo”) la realidad social fue empeorando mes a mes, año tras año. Pero pese a todo, los indicadores de aquel 1994 ( 63,8% de clase media y 26,1% de pobreza) superan, son mejores que los de ahora.
Antes de dejar de salir definitivamente la tira gráfica de Mafalda, la criatura se paraba,enojada y comentaba, a los gritos : “Sí, somos la clase media, pero partida por la mitad”. ¿Qué podría decir ahora Mafalda?. En 2002, en medio del colapso, la clase media descendió al fondo del pozo: sólo incluía al mínimo 26% de la población total. En ese año, bastante más del 63% no tenía recursos para poder cubrir las necesidades básicas.
Desde la intervención del Indec, en 2007, no hay más cifras confiables. Aunque es un dato decisivo en tiempos electorales. ¿El Censo traerá la verdad?