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Cleptocracia

El Estado deberá crear mecanismos preventivos para no repetir la historia.

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Quémenla”, les dijo un experimentado y práctico penalista cuando le preguntaron qué hacer con tanta plata. “Igual, no la van a poder usar. Antes de que sea demasiado tarde”. Se ve que no le hicieron caso. O tal vez sí, y lo que con tanta impunidad revoleó en efecto José López esa inolvidable madrugada de otoño fue simplemente un vuelto: lo que tenía en casa para alguna eventualidad. Pretenden mostrarlo como un caso aislado, una excepción a la regla, casi una víctima de las prácticas venales de un capitalismo salvaje que pudrió una mera manzana. Para completar el cuadro de la insostenible excepcionalidad, López se hace el loco, pide droga, sólo falta que se haga encima y entonces sí, cartón lleno.
¿Y Ricardo Jaime, Lázaro Báez, Amado Boudou, Claudio Uberti, Sergio Schoklender, Felisa Miceli, Antonini Wilson? ¿Y el negocio de la importación de energía, los subsidios al transporte, la compra de material rodante, el financiamiento del Incaa? ¿Y aquel pecado original, las famosas regalías de YPF que Kirchner invirtió quién sabe dónde y a qué tasa, para que jamás quedara claro qué se hizo de ellas? “Usted está rodeada de ladrones”, afirmó un por entonces joven y promisorio cuadro técnico cuando CFK buscaba radicalizar el modelo, ir por todo, ¿borrar las huellas del saqueo predatorio implementado durante los años de expansión y consolidación del modelo? Tal vez la estatización serviría para disimular el descalabro, la mala praxis, los desaguisados sistemáticos como los perpetrados en YPF o en Ciccone.
Resulta infantil, a esta altura casi una falta de respeto, pretender hacer de López una suerte de inoportuna y enclaustrada anomalía dentro de una experiencia caracterizada por la probidad y la decencia de la mayoría de sus integrantes, comenzando por sus máximos responsables. Nadie puede dudar de que decenas de miles de militantes se involucraron con honestidad, esperanza, convicción y algo de romanticismo en una experiencia política que para muchos significaba volver a creer en las viejas utopías que parecían renacer de las cenizas, mientras que para otros expresaba un primer paso en una socialización política que brindaba identidad, contagiaba una mística y abría oportunidades de compartir un proyecto colectivo en una etapa histórica como la actual, con muy pocas oportunidades semejantes. Quisieron creer, y creyeron, en las ideas de igualdad, expansión de derechos, soberanía política, independencia económica y justicia social: viejos componentes de las tradiciones de la izquierda universal y el peronismo local. Y pensaron, muchos aún piensan, que nadie mejor que los Kirchner para encarnar la lucha por una sociedad mejor. Por eso se enfrentaron a actores poderosos, globales y locales, que obstaculizaron con eficiencia ese cambio de paradigma que impulsaba el “proyecto nacional y popular”, a punto tal de desplazar su continuidad e instaurar una restauración conservadora liderada por Mauricio Macri. A quien consideran, como señaló repetidamente Guillermo Moreno, peor que el mismísimo Videla.

Diferencias. Necesitamos separar la paja del trigo, las ideas de los proyectos personales de poder, los militantes de los chorros. El peor daño que puede hacer el colapso del aparato cleptocrático de poder conformado por Néstor y Cristina es que contagie en su descalabro final, cuando se expone con nitidez su amoralidad y su impudicia, las ideas nobles que con pragmatismo, desfachatez y cinismo enriquecieron su eficaz relato.
Más aún, esto es particularmente grave cuando personalidades claves de la historia argentina contemporánea, como Hebe de Bonafini, profundiza con obscenidades y agresiones la caricaturización que ha hecho de sí misma, confundiendo a muchos y facilitando que los enemigos de la lucha por los derechos humanos vuelvan a llamarla “vieja loca”. Necesitamos que los ideales progresistas tengan un liderazgo honesto y responsable que esté sostenido por un tejido organizacional robusto y sustentable.
No como el que ejercieron los Kirchner: el progresismo no puede depender de las dádivas del Estado, mucho menos del dinero de la corrupción. De este modo, enriqueceremos el debate público, construiremos un entorno social más diverso, evitaremos los desvíos y excesos que pueden eventualmente registrarse si el comportamiento pendular que tiene tradicionalmente la Argentina nos empujase ahora a otro potencial pensamiento dominante basado en la economía de mercado, la eficiencia y la transparencia en la gestión pública, el equilibrio fiscal y la competitividad. Debo aclarar que son ideas en las que creo y me parecen fundamentales para desarrollar la Argentina, pero la nuestra es una sociedad fragmentada y plural, son muchos los que piensan distinto y lo más importante es generar mecanismos efectivos para canalizar las múltiples visiones e intereses que existen en el país. Por eso es tan importante que intelectuales y políticos íntegros y sinceros como Pacho O’Donnell y Jorge Taiana marquen el camino exigiendo una autocrítica y hasta un pedido de perdón.
Desde el punto de vista de la escala y desfachatez de los mecanismos cleptocráticos de acumulación, el menemismo fue la enfermedad infantil del kirchnerismo. En ambos casos, Argentina carecía de la infraestructura institucional para evitar la conformación de estrategias sistemáticas para extraer recursos aprovechando las ventajas del poder político. Si no construimos esas capacidades estatales, corremos el riesgo de que vuelvan a repetirse comportamientos similares. Además, deben instaurarse sistemas preventivos también a nivel provincial y local.
Por eso, Cambiemos tiene una responsabilidad mayúscula en impulsar un shock de transparencia que implique una mejora cualitativa y cuantitativa en los mecanismos estandarizados para controlar más y mejor a los poderosos, focalizando en las prioridades y ejecución del gasto público. No alcanza con la delación premiada (o ley del arrepentido). Debemos debatir un conjunto integral de reformas que aseguren la eliminación de prácticas discrecionales, incluyendo, por ejemplo, una ley de lobby que regule la gestión de intereses y una oficina de presupuesto del Congreso que controle cada centavo que gaste el Tesoro, identificando cualquier desvío, informando automáticamente a los medios y haciendo las denuncias judiciales pertinentes.

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