COLUMNISTAS

Columna de vacaciones

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Ocurrió lo que yo más temía: no llegó el mail. Tremendo que me pase esto a mí, que detesto la tecnología, que podría vivir perfectamente sin ella –y que, de hecho, vivo casi sin ella–, que no me interesan en absoluto los últimos avatares del mundo online, que me causa gracia –por no decir pena– la (pen)última moda que supone que existe algo así como literatura en internet, en Facebook, en Twitter o en cualquiera de las (auto)denominadas “redes sociales”, en fin, que vivo fuera de mi tiempo; justo a mí no me llegó el mail. O, mejor dicho, no le llegó el mail. Y eso que lo había mandado, como de costumbre, en tiempo y forma. Soy un profesional de la palabra escrita, y envío siempre mis columnas el lunes anterior a la publicación, como corresponde, para que el editor y los correctores tengan tiempo de mejorar estas pocas líneas. En este caso, mandé la columna el lunes 9 para que se publicara hoy, domingo 15. El editor de este suplemento, verdadero caballero, habitualmente me contesta con un eficiente “recibido OK”. Pero esta vez no lo hizo. Debería haberme dado cuenta de que algo extraño había pasado. Pero estando con la cabeza como estaba, ya en otra cosa, no reparé en la falta de respuesta. Es que estaba ya listo para partir de vacaciones. En verdad, envié mi columna e inmediatamente me puse a hacer el bolso y a dejar ordenada mi torre de marfil: no suelo ausentarme de mi palacio, y la inminencia del viaje me estresaba un poco. No sabía adónde ir de vacaciones, y entonces recordé que, primero Cristina Kirchner, y luego los empleados del mes del programa de Lanata, por idénticas razones, habían pasado unos días en las islas Seychelles, así que supuse que el lugar no estaría mal y decidí ir yo también. Me vestí como suelo hacerlo (chomba Lacoste azul marino, bermudas Polo beige, náuticas blancas) y partí al aeropuerto. El viaje fue largo y tedioso (la Business Class ya no es tan cómoda y elegante como la vieja Primera Clase), pero al llegar rápidamente quedé deslumbrado por la belleza del lugar. Me alojé en el mismo hotel donde, según me informaron, pararon Iker Casillas y Sara Carbonero, y me fui a nadar entre corales y pececitos de colores. A la noche volví a la habitación, dispuesto a darme una ducha y prepararme para la fiesta que organizaba el hotel (ambientada en los años 50, ya tenía todo listo para vestirme como Travolta en Grease), cuando, no sé por qué, yo que detesto la tecnología, se me ocurrió prender el celular. Y del fondo del imperio Nokia, o de un lugar aun más tenebroso, del infierno mismo, llegó un mensaje de WhatsApp, y luego otro, y luego otro, y luego cinco más, todos del editor del suplemento reclamándome la columna de esta semana. ¿La columna? Pero si ya había mandando la columna. Era una lectura de Introducción a la dialéctica, el tomo de las clases de T.W. Adorno publicadas por Eterna Cadencia. Recuerdo que ponía en relación ese libro con Hacia un nuevo manifiesto, los diálogos, o más bien el proyecto de libro del propio Adorno con Horkheimer, publicado por la misma editorial, con pocos meses de distancia uno de otro. La columna versaba sobre la dificultad para pensar la relación entre teoría y praxis, y sobre los riesgos de un déficit de teoría en el pensamiento actual. Pero mi columna nunca llegó. Nunca jamás. Y ahora quieren que mande una nueva. No creo que pueda.