COLUMNISTAS

Combatir al monstruo

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Como conté la semana pasada, me encargaron un obituario de Jacques Rivette y eso me llevó a visitar sus películas. Una de ellas, Out 1 (1971), dura más de doce horas, nunca se estrenó y sólo estuvo disponible en los últimos años gracias a una caja de DVD que incluye una emotiva sorpresa cinéfila. Jean-Pierre Léaud, obsesionado por Los Trece, una sociedad secreta que parece dominar el planeta, descubre que su origen está en Histoire des Treize, un libro de Balzac. Decide entonces consultar a un especialista. Este resulta Eric Rohmer, quien, en una escena encantadora, le da a Léaud una clase de Balzac. Los extras del video incluyen una entrevista en la que Rivette cuenta que Rohmer siempre le hablaba de Balzac, pero él nunca lograba leerlo, que lo desmoralizaban las descripciones y que le parecía inabordable. Hasta que en una noche de insomnio, tomó por casualidad Un asunto tenebroso (a quien algunos consideran la primera novela policial), la leyó de punta a punta y se convirtió él mismo en balzaciano.

Siempre tuve problemas con Balzac, así que pensé en imitar a Rivette y ver si me pasaba lo mismo. No conseguí Un asunto tenebroso, pero sí la Historia de los Trece, compuesta por tres novelas cortas (según los parámetros de Balzac, no de Aira), Ferragus (hay una hermosa edición castellana en Minúscula), La duquesa de Langeais (Rivette hizo una adaptación fiel en 2007) y La muchacha de los ojos de oro. Allí fui, para descubrir que esa sociedad secreta de compañeros leales y despiadados, “seres superiores, fríos y burlones” que compartían un “odio secreto por los hombres”, tiene una escasa importancia en las novelas. Según Rohmer, Balzac estuvo tentado de hacer de Los Trece el engranaje secreto de La comedia humana, pero finalmente dejó a esos “reyes desconocidos, jueces y verdugos” a un costado de su obra.

Leer a Balzac, para quien lo desconoce o lo ha olvidado, es un choque durísimo. Las tres novelas, aunque desparejas, son poderosas, modernísimas y arcaicas. Balzac fue un genio verborrágico, capaz de las tramas más complejas y de las descripciones más sofisticadas de lugares, personajes y formas de vida. Por otra parte, sus ideas políticas (la defensa de la monarquía, la religión, la patria y el orden social) y estéticas (“Rossini, el compositor que ha infundido mayor pasión humana en el arte musical y cuyas obras inspirarán algún día, tanto por su número como por su extensión, un respeto homérico”) quedaron ancladas al siglo XIX.

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Leer a Balzac produce admiración y horror: esa sociedad donde los pobres viven en la miseria abyecta, los trabajadores se sacrifican en vano y los ricos se aburren en pasiones innobles; esa escritura veloz y potente pero signada por la falta de placer, de humor y de ligereza; esos personajes que corren detrás del lujo, la posesión y la carrera. Pero es un horror tan vívido que su posteridad, más que olvidarlo, se dedicó a huir de él, ya sea alumbrando revoluciones (Marx era un gran conocedor de Balzac) como inventando la pintura moderna y el cine para desmentirlo con imágenes o practicando una literatura que se aleja de la suya ablandándola en las obras populares o imponiendo la distancia y la nostalgia de las vanguardias. Es que nadie quiere una vida balzaciana.