Estábamos en un hermoso hotel de Santa Cruz de la Sierra, con jardines salvajes y pileta y un quincho adonde tomar tragos a cualquier hora del día. Hacía mucho calor. El festival ya había terminado y en un momento pensé en pretextar dolor de estómago y quedarme ahí el fin de semana, desistir del viaje a las misiones jesuíticas que era una especie de premio por haber participado esos dos días, dando talleres y charlas. Podría quedarme ahí y adelantar un libro que tenía que entregar en breve. O quedarme ahí viendo televisión al amparo del aire acondicionado. Salir solamente para comer y a la noche tal vez tomar unos tragos abajo del quincho o abajo del cielo estrellado en el jardín impresionante.
Pero no pude, me sentía en falta si me quedaba.
Así que el sábado al mediodía nos pasaron a buscar. Iríamos en dos combis, algo así como ocho escritores en cada una. Me arrimé al grupo de los que me caían mejor porque el viaje iba a ser largo, decían. Y yo pensaba entre mí que trescientos kilómetros era poco, era cerca, que estaban exagerando. Hicimos unas pocas cuadras bastante bien acomodados en los asientos hasta que la combi hizo unos ruidos extraños y se quedó ahí, sin ánimo de moverse. La otra combi nos esperó mientras el chofer hablaba con la empresa, prometía un recambio y pedía sólo un poco de paciencia. Pero el otro vehículo no llegó nunca y a las dos horas dieron la orden de que los dieciseis fuéramos en el mismo. Los dieciseis humanos y la enorme valija rosa, parecida a la de las muñecas Barbis, que la escritora cubana se negaba a dejar para echar lastre. Hubo una discusión acalorada por la valija y ganó la valija, o la cubana.
Cuando por fin arrancamos, el aire acondicionado no daba abasto. Abrimos las ventanillas y el aire caliente se metía junto con la polvareda que empezó a levantarse apenas abandonamos la ciudad y nos metimos en el camino.
Soy de poco hablar y el encierro me pone loca. La valija iba en el medio del pasillo. Era de esas de plástico durísimo, con rueditas, y se deslizaba hacia adelante y hacia atrás según los vaivenes de la combi. A veces me pegaba en la pierna. A veces me daban unas ganas de patearla con fuerza, de estrellarla en el parabrisas y que nos despistáramos. La dueña de la valija se quejaba del calor y le echaba la culpa al gobierno de Evo Morales.
A pesar de las ganas de matar que tenía o de vernos a todos muertos, desbarrancados en algún punto del camino, en algún momento empecé a mirar por la ventanilla, boqueando el aire y la tierra que se me metía entre los dientes. En una choza sin puertas vi a un hombre durmiendo en una hamaca paraguaya. Parecía que adentro del rancho no había más que la hamaca, ningún mueble, ni un plato ni nada. Digo un hombre pero no sé si era un hombre porque la penumbra de la habitación y la distancia no me dejaban calcularlo exactamente. De a ratos me adormecía y cada vez que abría los ojos veía otra choza, otro hombre, a veces niños jugando con perros en el borde de la ruta. Un chico levantó una mano sucia y nos saludó como si nos conociera.
El viaje fue tan largo que sobrevino la noche. A mí ya no me importaba nada, estaba tan harta. No me interesaba cuánto faltaba, cuándo íbamos a llegar. Por suerte con la caída del sol, había refrescado.
Entonces los vi, en el medio de la oscuridad. Manadas de cebúes blancos parecían levitar en el campo. Nos miraban con los ojos brillantes. Las suaves jorobas como ánimas que podrían cargar toda la mierda del mundo.