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remanentes

Como caído del cielo

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Se ha tratado de un error de cálculo y no de una cosa premeditada. Pero el resultado, en cualquier caso, ha sido por demás fabuloso y hondamente aleccionador. A lo largo de los días y hasta hoy, 9 de mayo, hemos estado todos en vilo. Un transbordador espacial de Rusia venía girando sobre nuestras cabezas, fuera de control; se sabía con certeza que iba a caer, pero no exactamente cuándo ni tampoco exactamente dónde. Así es la modernidad: lo nuevo y la ruina a veces se fusionan, la tecnología más avanzada se hace chatarra de un momento para otro. No es entonces casualidad que esta cosa se llamara Progress.

A cualquiera podía tocarle: que un pedazo de transbordador, es decir un poco de Progress, cachos de titanio o de acero que no se funden al entrar en la atmósfera, le cayera en el techo, en la terraza, en el patio, en el balcón, en la cabeza. A este azar, a esta incertidumbre, hay muchos que le llaman Dios. ¿No es Dios el que cotidianamente dispone que a uno no le pase nada y otro caiga muerto de un imprevisto patatús, que uno tenga un día normal y otro reviente en un accidente repentino? La humanidad parece haber emulado ahora, por medio del error, una suerte de fatalidad divina, la producción artificial de un destino inescrutable. El hombre les ha robado a los dioses, por una vez, no el fuego, como Prometeo, sino el arte de lanzar al mundo desgracias aleatorias que no pueden impedirse ni anticiparse.

Nos habituamos a que las desgracias caigan sobre aquellos que ya son desgraciados. Pero la caída de Progress a cualquiera podía tocarle: al poderoso no menos que al miserable, a la mansión no menos que al rancho, al auto de alta gama no menos que al carro del cartonero. ¿Y si fuera todo esto un cierto remanente soviético alojado en el transbordador ruso? Un capítulo postrero de aquel sueño de acabar con la injusticia de las desigualdades sociales, sueño que también falló y al final se vino abajo.

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