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trabajo y pobreza

¿Cómo le sacamos los planes sociales a la política?

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La sobrevivencia de los planes sociales, surgidos como paliativos transitorios a situaciones de extrema pobreza, refiere a un fracaso y siembra dudas sobre su objetivo ya que no queda claro, después de tantos años, si han colaborado efectivamente, con la desaparición de la pobreza o con su consolidación.

Los planes sociales se han convertido en una alternativa de subsistencia no sólo para los beneficiarios directos, sino también para intermediarios, para profesionales de la sociología, trabajadores sociales y funcionarios de los tres niveles. Una enorme comunidad burocrática que gira en torno y vive de la pobreza de una cantidad de personas que pareciera no disminuir. Digo pareciera porque contradictoriamente con los recursos y el pensamiento que se le asigna, la pobreza en este país no se mide oficialmente desde diciembre de 2013.

Los planes como opción de subsistencia no le gustan a nadie. Mi vínculo con los beneficiarios a través de la investigación de opinión, a la que me dedico como politóloga data de, ya, muchos años. Más de los que me gustaría y seguramente les gustaría a ellos. He desarrollado infinidad de estudios que los integran, desde numerosas perspectivas, y nunca en ningún caso noté, entre los que reciben planes, el menor orgullo por socializar su estado. Se perciben diferentes, discriminados y saben que son la “gente de los planes” para el resto de la sociedad. Una herramienta creada para la inclusión, que al perpetuarse, los vuelve a separar del resto. El darles categoría de beneficiarios de manera indefinida, sí, los estigmatiza.

Por otro lado, cuando opinan los miembros de la comunidad “no beneficiaria” sobre la políticas oficiales la cosa, en general se pone peor y se define a los receptores de planes sociales como parte de una cadena clientelar dominada por el descontrol y la discrecionalidad. Frente a sus vecinos la posición del beneficiario se invierte y, en lugar de ser víctima, se lo describe como abusivo (¡increíble!) de un sistema que sobrevive por complicidades múltiples.
La población en general no observa a la implementación de programas con naturalidad sino que se los problematiza quedando sometidos a cierta desconfianza tanto a su objeto, como a su sustentabilidad y resultados. El reclamo más generalizado se relaciona con la falta de transparencia y el impacto que los planes tienen sobre la relación de los beneficiarios con el esfuerzo.
En este sentido, en un reciente estudio que realizamos, el 50% de la población encuestada en AMBA opina que los planes sociales afectan la “cultura del trabajo”. Sólo una cuarta parte de la población cree que solucionan el problema de la pobreza.

Una tercera dimensión de este gran tema, y no menos importante, radica en que los planes pasan a formar parte de una lógica política, que impera en gran parte de nuestro país, reducida al dar y recibir. Los dirigentes, de provincias y localidades pobres (¡oh, casualidad!), construyen poder a partir del dar (cosas, ingresos) y para eso es necesario conservar la dependencia de los receptores y disciplinarlos, conducirlos en el pedir. El “dador” es el dueño del poder y la competencia se produce sobre la cartera de beneficios a otorgar que van desde un colchón y pasan por becas, planes o empleo público. Los planes, entonces, vienen a contribuir con la canasta de ofertas garantes del voto. Para que el dador dé y mantenga el poder, deben existir aquellos que pidan. Nada puede alterar ese vínculo. Tanto la aparición de otros que den como la disminución de los que piden atentarían contra una construcción de poder añeja.

Por eso, cuando los políticos dicen que no se tocarán los planes, más allá de lo justo o lo injusto en términos sociales, además de llevar tranquilidad al beneficiario, la llevan a no pocos funcionarios, ya que de ellos (los planes) y de la pobreza depende la conservación de su poder.

*Politóloga.