—Hola Miguel, soy Pedro.
Miguel Angel Russo sonríe forzadamente y aparta los diarios que le adelantaban el contenido de la charla que ahora mismo va a empezar. Se reclina, sin mayores sorpresas. Y con una sonrisa melancólica, ésa de quienes se han resignado de antemano a perder la partida, se dispone a jugar con las cartas marcadas. Pompilio tiene ya dos reyes y Russo, desganado, sin fichas ni para mentir, orejea un seis y un ocho de distinto palo.
—Ah, sí... Pedro, ¿qué decís?
—Bien, Miguel. Acá estoy, queriendo cerrar nuestro tema para el año que viene. Lo primero que te quiero pedir es que no les des bola a los diarios –Russo dirige un vistazo a los títulos que hablan de todos los candidatos y mueve los labios en un “sí, pero...” tan leve, que no alcanza a interferir en la frase de Pompilio–. Aquí lo único que hay que saber es que queremos que te quedes...
—Entonces cierra todo, yo me quiero quedar.
—... Siempre y cuando podamos arreglar algunos detalles.
—¿Como qué, por ejemplo? –Russo sabe que empieza el juego y se echa sobre la mesa apoyado en los codos–.
—¿Qué es lo que cambia?
—Bueno, a la gente que te acompaña la elegimos nosotros.
—Eso es lo que justamente dicen los diarios... Que me querés echar a mi gente.
—Y... mienten. Lo que yo digo es otra cosa. Nosotros queremos reestructurar, armar...
—Pedro, ¿me estás cargando? ¿Qué diferencia hay? ¡Cómo me vas a pedir eso! ¿Tan mal tipo me creés? ¿Vos serías capaz de hacerles algo así a las personas con las que has compartido lo que yo con mi equipo? Hay que ser muy hijo de puta para eso, Pedro. ¿Lo podés entender?
—No... Sí... No sé. Así como vos lo ponés, sí.
—¿Y cómo lo querés poner? Hace no sé cuantos días que todo el mundo dice que me vas a pedir esta porquería, que es una vergüenza. No, escuchá vos primero. Escuchá vos, Pedro. Primero me decís que estos tipos mienten y enseguida me pedís lo que ellos escriben... Vos tenés cara para cualquier cosa. ¿Acaso me tomás por boludo, Pedro? No sé de qué estás hecho vos, pero a mí, ésa no me cabe –Russo piensa decirle, pero no le dice, ya hablando con el micrófono pegado a la boca y el auricular lejos que está en el fútbol, jugando desde que Pompilio iba a los vestuarios a pedir autógrafos–. Estamos grandes, Pedro. Si vos querés echarme sin pagar ningún precio, allá vos. Yo no voy a ir llorando por la vida, yo también tengo mis agachadas, pero no me quieras vender esa mierda. Dejate de joder, no me embromes, Pedro. ¿Con qué me venís a mí?
—Es que no es así como yo lo veo, Miguel. Dejame hablar... ¡Pará! Dejame a mí: queremos empezar de cero, hacer las cosas a nuestro modo...
—Qué casualidad que sea cuando todos hablan desde hace semanas de que no querés al Profe Cinquetti y a Marcelo Trobbiani. ¿Vos qué querés, Pedro? Decime y lo hacemos como vos quieras, como más te guste. Yo no me voy a morir de hambre, quedate tranquilo. Vos lo que querés es darte este guacho gusto de pasarles la factura a mis colaboradores, y joderlos bien jodidos. Y si yo caigo en la volteada, caigo. ¿Además, al mismo tiempo no te bancás quedar mal con la gente? Te doy una mano, Pedro, me la banco. Si esto es así, la ley de la selva, yo lo sé. ¿No dejé yo a los de Vélez, que son diez veces más derechos que ustedes? Joderme, listo. ¿Me echás y tenés miedo por lo que pueda pasar después si no ganás nada? Yo te ayudo a quedar como un duque, Pedro, no tengas miedo... ¡Pero mirá que no te va a creer ni el peor de los alcahuetes que ya tenés, eh! No todos son tarados, Pedro.
—¡No sabés cómo lo lamento, Miguel! Yo te pido algo y vos agarrás para el lado de los tomates. Una pena. Te dejás llevar por los chusmeríos, como eso de que hemos hablado no sé con cuánta gente, y yo te juro que no hemos hablado con nadie.
—Sí, Pedro. ¿Cómo no creerle a alguien como vos? Dejalo así, hacé tu vida.
Russo apoya el teléfono. Y descarga en el aire húmedo de Buenos Aires todo lo que está pensando, ahora mismo, el estimado lector.