El lunes pasado, a la mañana, nos tocó tomar examen en la facultad. Hubo un estudiante que eligió exponer (porque el primer tema pueden elegirlo) la noción de dialogismo en Mijaíl Bajtín. Planteó, para comenzar, que la palabra dialógica es aquella en la que se alojan visiones del mundo distintas, distintos modos de valoración. Que esa palabra debe de veras interpelar al otro, suscitar y desear su respuesta, debe dirigirse al otro y procurar afectarlo. Pero además que es preciso advertir que la palabra ha de ser ella misma dialógica, y no sólo un instrumento para el diálogo, por lo que resulta fundamental percibir en ella la presencia de la alteridad, hasta qué punto la habitan otras voces y otros puntos de vista, los de aquellos que pueden haberla usado antes.
Por eso, especificó, no basta con que haya dos o más que se juntan y se hablan para establecer que ese intercambio verbal es dialógico. No lo es si no hay escisión o tensión o contraste entre perspectivas realmente diversas. No lo es si el que enuncia lo hace para emitir lo suyo sin que el otro en el fondo le importe. No lo es si el receptor de un enunciado permanece exterior al mismo, con esa típica forma de ajenidad indiferente que es tan fácil hacer pasar por respeto o por tolerancia.
Acabó el examen y le pusimos un diez. Nos permitimos recordarle que aquellos que estudiamos y enseñamos en el ámbito de la educación pública tenemos el deber cívico de poner nuestros conocimientos al servicio de la sociedad.