La experiencia argentina en materia de crisis cambiarias ha convencido a (casi) todos acerca de la necesidad de controlar esa variable “maldita”, con el fin de gobernar su presente y orientar las expectativas sobre su evolución futura. En esta materia casi nadie quiere laissez faire al mercado su propia aventura, y todos reclaman que el Gobierno y el BCRA señalen el camino del valor de la divisa y que, de ser posible, no tenga demasiadas bandas ni amplitud.
Pero intervenir no es fácil. El primer problema que surge es que existe una evidente asimetría cualitativa entre la función compradora y vendedora cuando el Gobierno, por ejemplo, debe intervenir. Cuando compra divisas para, por caso, sostener la cotización del dólar, lo hace con moneda que imprime, lo cual a priori no le impone ninguna restricción. Pero cuando se trata de vender divisas a los efectos de evitar su alza, no imprime aquello que tiene que ofrecer, por lo cual depende esencialmente de lo que tenga atesorado en reservas internacionales (de hecho, la función del Tesoro es clave para disuadir la demanda antes de que se materialice), o de la capacidad de financiarse en moneda extranjera en tiempo y forma.
El segundo problema, aunque derivado de lo anterior, es que para acumular reservas internacionales la economía debe generarlas, ya sea a través de su cuenta corriente con el resto del mundo (vía mejoras en la estructura productiva) o a través de la cuenta financiera y de capitales (logrando ahorro en moneda local y con financiamiento externo).
Lo ideal es conseguir divisas a través de las transacciones corrientes, pero como esa cuenta es deficitaria, se debe recurrir a la cuenta financiera y de capitales. Aquí entramos en un punto central.
La única forma de lograr un flujo de divisas superavitario, incentivando el ingreso y desincentivando el egreso de divisas, es garantizar al inversor financiero una rentabilidad a sus colocaciones en activos locales que, calculada en dólares y neta de riesgos, supere la rentabilidad de un activo externo de referencia y libre de riesgos más la devaluación esperada del tipo de cambio.
Dos elementos son clave en ese proceso: la tasa de rentabilidad por colocaciones financieras locales y la devaluación esperada. Ambas constituyen una suerte de pulmones que permiten respirar financieramente a la economía en términos de divisas.
Ante ese escenario recurrente, el debate económico del país debería concentrarse en dos puntos centrales. Uno: ¿es compatible esta condición con la acumulación de capital productivo y un buen desempeño de la economía real? Para ser más concretos, ¿pueden las empresas productivas soportar costos financieros con pisos tan altos y una estabilidad del tipo de cambio que suele traducirse en apreciación real y merma de la rentabilidad?
Analizan modificar la venta de dólares que hace el Tesoro
Y otro: ¿existe alguna variable/mecanismo cuya evolución y ordenamiento haga posible gobernar favorablemente los saldos de las cuentas externas, corrientes y financieras?
Sobre la primera pregunta, parece haber un consenso negativo entre los economistas. Eso hace que el consenso sea afirmativo sobre la segunda. Si existiera un nivel de tipo de cambio real cuya dinámica pudiera ser estabilizada de modo tal que gobierne expectativas, preserve rentabilidad y defina un patrón distributivo compatible con el equilibrio de la cuenta corriente externa, gran parte del problema estaría potencialmente resuelto (al menos desde el punto de vista técnico).
Pero de no existir tal variable y mecanismo, que es lo que creemos, el desafío de compatibilizar un adecuado manejo de la cuenta financiera y de capitales con el crecimiento económico y el equilibrio de la cuenta corriente externa se torna mayúsculo. ¿Se puede lograr? Sí, pero en base a acuerdos básicos en torno a una macroeconomía favorable para la producción y para las políticas de desarrollo (sectoriales) que dinamicen la estructura productiva.
El nudo gordiano de la economía argentina no es exclusivamente económico, sino también político.