A cualquiera de nosotros puede ocurrirnos no reconocer una cara, especialmente cuando nos encontramos con ella fuera de contexto. La simpática cajera de la panadería aparece haciendo cola en la ferretería y nos saluda, y en nuestra mente tiene lugar una serie de idas y vueltas complejas, donde al mismo tiempo que simulamos haberla reconocido nos preguntamos quién es, de dónde la conocemos o, lo que es peor, si no se estará equivocando de persona. Es algo que no deja de ser normal: el contexto en que solemos ver a una persona ayuda a nuestro cerebro a reconocerla, y basta esa pequeña ausencia de referencia para que nuestra mente se confunda, lance mensajes errados o simplemente se quede muda e inmóvil, sin saber qué dirección tomar. Pero para Sadie Dingfelder las cosas son un poco más complicadas, porque ella es capaz de no reconocer a su propio marido.
De hecho, lo que hasta entonces consideraba la simple manifestación de alguien distraída, adquirió un buen día un tamiz preocupante. Muy preocupante. El marido de Sadie tiene una particularidad: es alto, mide un metro 92. De manera que Sadie no solía tener mayores inconvenientes en reconocerlo en medio de la gente: bastaba buscar al más alto. Pero una tarde estaba en el supermercado y vio que su marido ponía en el changuito productos que ellos jamás consumían, de manera que Sadie se acercó a él y un poco molesta le preguntó qué estaba haciendo, si se había vuelto loco, y empezó a sacar los productos del changuito para devolverlo a las góndolas, ante la mirada atónita del desconocido que veía, impotente, a esa mujer que se tomaba demasiadas atribuciones, y a quien consideró en un primer momento una fanática detractora del gluten y los productos lácteos, y del marido de Sadie, que desde lejos observaba la escena sin entender lo que estaba ocurriendo.
Sadie Dingfelder es periodista científica, y a partir de aquel incidente en el supermercado empezó a estudiar su caso y a someterse a tests clínicos, lo que le permitió descubrir que sufre de prosopagnosia, más conocida como ceguera facial. Sadie cuenta todo eso en su libro Do I Konow You?, que espero que ya esté en la mira de algún editor argentino.
El libro no es solo la descripción de una discapacidad, sino también de los métodos que le permiten disimularla y, sobre todo, confirmar que, en cierto sentido, todos sufrimos de algún trastorno, y que es probable que socialmente no haya tenido aún ocasión de salir a la luz. Un caso sintomático fue cuando hace unos años apareció en las redes un vestido que la mitad del planeta veía blanco y la otra mitad azul, lo que vino a demostrar que el modo en que percibimos el mundo es distinto para cada uno de nosotros, algo difícil de explicar, pero que ayuda a entender muchas cosas acerca de cómo estamos hechos.
Lo que el libro de Sadie Dingfelder viene a demostrar es que nadie está libre de algún trastorno, y también enseña cosas fascinantes acerca de la vista, la memoria y la imaginación. En nuestro cerebro tienen lugar millones de milagros en un solo segundo. Solo que a veces esos milagros no tienen lugar, y aceptar eso conlleva revisar ciertos sucesos cruciales del propio pasado. Por ejemplo, Sadie descubre, muy tarde, por qué en la escuela secundaria, misteriosamente, había perdido una amiga, y lo descubre después de haber publicado su libro. Esa amiga en cuestión lo leyó, se puso en contacto con ella y le dijo que recién ahora entendía por qué de un día para otro Sadie había dejado de dirigirle la palabra. Pero también abre una serie de interrogantes acerca de cosas que consideramos naturales, y que tal vez no lo son. Por ejemplo: hay gente que piensa que el monólogo interior es solo un recurso literario, porque carece de él. Y los que monologan en solitario, ¿con qué voz lo hacen? ¿Con la propia o con la de otro? Cuando leemos una novela, “vemos” a los personajes en nuestra mente. Sadie solo ve palabras en una página.