Ha cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: miró Periodismo para Todos. Atónito, vio que un hombre de su edad sometía a una violencia verbal inusitada a un joven preso, llamado Jones Huala. Lo que pretendía ser una entrevista era un hostigamiento sistemático (“no me jodas”, “¿las computadoras las fabrican ustedes?”) y de un autoritarismo inaudito (“tu posición sobre la tierra es aristocrática”, “vas a ver que estás de acuerdo con el ISIS”) que llegó a la injuria: “indios”.
“Puto”, le habría dicho el entrevistador a García Lorca, antes de devolverlo a manos de sus captores y fusiladores. Imagina: “Vayan a trabajar, indios, negros, putos”. “Lo que tengo me lo gané”, “acá no hubo genocidio”.
Ese entrevistador, que no duda en prepear al entrevistado, ha ganado algún premio llamado Martín Fierro, el nombre de un perseguido y también de un asesino, y no recuerda que entonces lo rechazó porque Fierro, como Jones Huala y tantos otros, se considerara previo al Estado y pensara que éste es una máquina de aniquilación (“porque ya no hay salvación,/ y que usté quiera o no quiera,/ lo mandan a la frontera/ o lo echan a un batallón).
Sí, el Estado es una construcción histórica: no siempre estuvo y no siempre estará (porque es posible imaginar otras formas para regular la convivencia entre lo que vive todavía). Pero él ha visto a las mejores mentes de su generación ahogarse en el rencor de la derrota.
Si un periodista sólo contesta “uhmm” cuando el entrevistado le dice que a sus 15 años aprendió a defenderse de las fuerzas parapoliciales enviadas por la sociedad rural del lugar y elige seguir un rumbo diferente, la entrevista no está funcionando del todo bien y el premio Martín Fierro deja de ser emblema de la calidad periodística para ser, apenas, el fetiche de una fuerza simbólica que jamás habría que utilizar contra el que está en inferioridad de condiciones.