Si, como dice Martín Caparrós, escribir sirve para pensar, Juan José Becerra no es otra cosa que una máquina de narrar, es decir, un mecanismo capaz de transformar, línea tras línea, el pensamiento en acto. Ya había quedado demostrado con Grasa. Retratos de la vulgaridad argentina, libro que recopila sus artículos de prensa, donde la medida de su pensamiento se exponía a la hora de diseccionar las afloraciones más visibles de la cultura de masas local: Tinelli, Bucay, Alan Faena, la sinapsis de Becerra no daba tregua ni respiro a ninguno de aquellos personajes, o mejor dicho, a lo que cada uno de esos personajes representa en el imaginario popular. Como un adulto fascinado por un juego de lego a la inversa, Becerra tomaba aquellas figuras y las iba desarmando a través de su prosa, su inteligencia aplicada y su implacable sentido del humor, hasta que de ellas no quedaba nada. Sólo así, por efecto transitivo, Becerra –un cronista sofisticado, un escritor elegante– pudo llegar a ser entrevistado como personaje en las páginas satinadas de las revistas dominicales que suelen monopolizar los mismos individuos que él despedazaba. Paradojas de los medios de comunicación. La mala noticia es que Grasa se lee con tanto placer que se acaba demasiado rápido. La buena, que Becerra (además de todo, un maniático de la producción escritural) acaba de publicar un nuevo libro: La vaca. Viaje a la pampa carnívora.
¿Crónica, tratado, composición: qué es, en verdad, este libro? Para empezar, un objeto extraño, un kit de usos múltiples en edición bilingüe, que lleva como apertura un prólogo de Alan Pauls, como anexo un ensayo fotográfico de Alejandro Guyot y Gonzalo Mainoldi y, en la retiración de contratapa, el mapa de cortes oficiales para reses de la Junta Nacional de Carnes. Desde lo específicamente textual, Becerra convierte un escrito sobre la vaca en un ensayo de enfoques superpuestos y complementarios: así, el animal que fue –y tal vez sea– emblema, ícono, escudo y motor de la Argentina durante décadas es abordado desde disciplinas como la historia, la literatura, la etología, la filosofía, la mitología, la economía y la gastronomía, a través de un esquema tripartito: “Carne viva”, “Carne cruda” y “Carne asada”.
En la primera se narran los orígenes biológicos de la vaca y su importación social. De a poco, la andanada de datos golpea al lector neófito en cuestiones rurales con el peso de la sorpresa: en la Argentina hay una población de 62 millones de bovinos contra 38 de humanos, con 17 razas registradas; existen unas 23 mil carnicerías a lo largo del país, que expenden en debidos pedazos las 50 mil vacas que se exterminan diariamente en los mataderos. Es decir: cada año se matan unos 15 millones de ejemplares. ¿Quién es el encargado de semejante tarea? Los “noqueadores”, quienes con una pistola neumática (la misma que utiliza el asesino de la última película de los hermanos Cohen) llegan a liquidar, cada uno, unas mil vacas por jornada.
La narración detallada del proceso de eliminación física de los animales, esa industria de la muerte que ninguno de nosotros quisiera presenciar, ubicada en la segunda parte del relato, es uno de los momentos más impresionantes del libro –un breve cuento de terror. El tercer apartado, como era de esperar, está dedicado al ritual del asado: “Comer asado en la Argentina”, escribe Becerra allí, “es menos una operación alimenticia que una bacanal de ex caníbales, y es mucho más una concesión retrospectiva –un homenaje– a los umbrales de la cultura nacional que una necesidad biológica”.
Llegado a este punto, uno no puede dejar de preguntarse: ¿es acaso Becerra un sagaz agente encubierto del vegetarianismo internacional? Poco probable. ¿Entonces? Como escribe Pauls, tal vez lo que Becerra pretende es que sigamos comiendo carne, sí, “pero temblando”. Temblando “como un caníbal, un asesino, un vampiro”, conscientes de la historia que precede a cada asado, a cada una de esas reuniones que son, desde hace mucho tiempo, parte inescindible del ser argentino.