En efecto: arrecian en nuestra sociedad las dificultades para la lectura comprensiva de textos. Así de simple, así de grave: se lee y no se comprende lo que se lee (y eso ya sobre el terreno de la lectura, sin entrar en el marasmo del tanto hablar sin haber leído, del leer en diagonal o en sobrevuelo, del leer solamente los títulos, del asomarse y apenas pispear). Entre los indicadores más elocuentes de este problema, contamos con los recientes resultados de las pruebas Aprender 2021. ¿Cómo dieron? Dieron mal. Se sabía que darían mal, y dieron mal.
Se sabía que darían mal por los efectos de la pandemia. Los debates sobre el retorno a la enseñanza presencial respondieron en su momento a criterios sanitarios (esto es, si era seguro o no era seguro volver a las aulas) y no a criterios didácticos (esto es, si resulta o no preferible dictar las clases en las aulas en vez de hacerlo por computadora o por teléfono: la tesitura de que, desde el punto de vista educativo, es mejor la presencialidad cuenta según creo con una adhesión ampliamente mayoritaria por parte de los especialistas).
Ahora bien, el ministro de Educación de la Nación, Jaime Perczyk, extendió la consideración sobre las causas de estos malos resultados más allá de las restricciones impuestas por la pandemia: “Esas dificultades las teníamos antes. Son consecuencia de la pandemia, pero tienen antecedentes. Venimos de cuatro años de desfinanciamiento del sistema educativo, las pruebas Erce de 2019 ya lo anticiparon”. Cabe adosar, en este sentido, lo expresado por Silvina Marsimian, reconocida docente de literatura, porque fue más allá: “Pruebas Aprender: deterioro significativo en comprensión de textos. Sin duda, el cierre de escuelas contribuyó. Pero la caída en la calidad en los procesos de lectura, comprensión y producción textual en la escuela es larga y sostenida”.
Larga y sostenida, en efecto. Pero ¿qué tan larga? ¿Qué tan sostenida? ¿Hasta dónde es preciso retroceder y recapitular para empezar a subsanar eso que tanto se dañó? Sabiendo, como sabemos, que si algo se hizo bien en la maltrecha historia argentina, si algo resultó realmente bien entre nosotros, eso fue la construcción de un sistema educativo (la prueba está en lo que resiste, en lo que todavía resiste).
Supongo que, puestos a revisar retroactivamente, habrá que ir cuanto menos hasta la reforma educativa producida durante el gobierno menemista. Y oponerle, por caso, un proyecto tan valioso como El Lecturón de Maite Alvarado (mi vecino de sección, el profesor Daniel Link, tiene mucho más que yo para aportar sobre este punto). Remitirse por ejemplo a los trabajos de Gustavo Bombini. Considerar las discusiones que, para el acuerdo o el desacuerdo, plantean Helena Rovner y Eugenio Monjeau en La mala educación o Gonzalo Santos en Enseñar en tiempos de hashtags. Y leer una y otra vez esa prodigiosa historia que escribió Laura Ramos en Las señoritas, la historia de algunas de las maestras que trajo al país Domingo Sarmiento.
Los chicos del primario son los que pasan por las evaluaciones y suministran estadísticas precisas a la preocupación general por el estado de la educación. Pero puestos a ampliar el foco sobre este problema, ya no en el tiempo, sino en el espacio social, hay indicios elocuentes de que las dificultades para la lectura comprensiva de textos están bastante más extendidas que los sextos grados de las escuelas. Detenerse en los textos expositivos, destacar sus ideas principales, seguir el hilo de su argumentación, rebatir sus eventuales hipótesis, o entablar los pactos específicos de las lecturas de ficción, asumir la distinción entre autor y narrador, reconocer los procedimientos que son propios de la parodia, etc.: de todo esto se habla cuando se habla de que hay problemas en la comprensión de textos.
Lo menciono por si es genuina esa preocupación que tanto se proclama. Si me equivoco, si no lo es, si se dice para especular o para sacar ventaja o simplemente porque es lo que hay que decir, entonces el panorama luce distinto. Hoy por hoy la escena pública vira considerablemente hacia el registro de los desencajados que vociferan agravios en bramidos o en doscientos ochenta caracteres. Para ese estado de cosas, comprender textos no sería necesario, ni tampoco sería necesario leerlos.