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Con los ojos del infierno

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En mi vida de escritor no he hecho otra cosa que suponer que en la metáfora hay algo de infernal. De hecho, cada uno de mis trabajos es un intento para hacer alguna otra cosa al escribir que no sea metaforizar, desplazar una cosa con otra. Pero la suerte me anda queriendo demostrar que siempre que se escribe ocurre eso. Y yo he querido agregar: en ese desplazamiento hay algo ligado al mal, a lo innecesario, a una energía agregada a la energía natural de las cosas, que es apenas estar allí para sostener el mundo.
Es en la plástica donde estas cuestiones son mejor resueltas y sin usar palabras. El libro Visión infernal, de Federico Lamas, hace un prodigio con sólo dos tintas y un pedazo de plástico: cada página contiene una ilustración en color rojo que vista a través de este plastiquito inverosímil muestra bajo su forma aparente una imagen distinta. La metáfora es perfecta; es pura: el objeto desplazado desaparece ante el objeto desplazador, como cuando en la escuela nos decían que “las perlas de tu boca” era la mejor manera de hablar de dientes. Lo que Lamas hace es revelar la contracara infernal (por escondida) de la materia, y así una reina es su mucama, una moto es sólo ruido de rotopercutora, un cerebro es un trozo de gelatina fragilísima, y la lista es hilarante. El placer de descubrir la forma oculta tras la forma es tan infantil como inevitable. Sus metáforas no son sólo sus contrarios: son aleaciones inesperadas pero evidentes. Un libro escrito sin palabras es más elocuente que el lenguaje.
Los afiches pegoteados unos sobre otros por las calles en campaña tienen el mismo efecto de encanto y malignidad: consignas de uno quedan pegadas a la capa siguiente y ahora Macri es peronista y al fin y al cabo lo son todos y no me hace falta el plástico para intuir las formas secuestradas por la distorsión.