Aunque todavía no llegó el momento de las encuestas, está claro que el libro del año es La puerta del viento de Alberto Laiseca, suculento regalo para el lector: si quieren alegrar a alguien, ya saben lo que tienen que comprarle para las fiestas. Laiseca (Rosario, 1941) es el autor Los sorias (escrita en los 70, publicada en 1998, reeditada en 2004), la novela más larga de la literatura argentina). En cambio, La puerta del viento tiene apenas ochenta páginas y se lee en menos de una hora. Tiempo suficiente para acreditar la genialidad de su autor.
Laiseca es el más llano de los genios de la literatura contemporánea (Joyce, Faulkner, Proust, Aira, Céline, Borges, agreguen el que quieran) y tiene en su haber una ventaja adicional: su mundo es diferente, no sólo su mundo literario, sino el mundo (que viene a ser lo mismo). En su primera novela, Su turno para morir (1976, reeditada en 2010 como Su turno), Laiseca escribe lo siguiente: “En toda la vida del comisario inspector delirante John Craguin, tuvieron lugar irrupciones de espacio-tiempo con sucesos de los tiempos venideros que se entremezclaban con los de su presente. Luego las retrograbaciones del futuro desaparecían, pero quedaba la metafísica que indujo. Exactamente como ocurre en la realidad sin que nos demos cuenta”. La idea reaparece en La puerta del viento y, más importante, si las irrupciones del futuro se reemplazan por las irrupciones de la literatura, se tiene una idea cabal de la empresa del escritor: dar cuenta del mundo de nuevo, un mundo que es el mismo que conocemos pero fue mal pensado por sus habitantes, que lo entienden todo mal, salvo quienes sean lo suficientemente lúcidos (y lo suficientemente paranoicos) como para interpretarlo al derecho.
La leyenda de Laiseca incluye haberse presentado como voluntario para combatir en Vietnam del lado de los americanos. De esa audacia habla en La puerta del viento uno de los narradores, un escritor argentino que convence a un amigo anarquista de que si está a favor de los débiles, el de los EE.UU. debe ser inevitablemente su bando. La otra primera persona que aparece en el libro es triple, una nueva Trinidad Santa compuesta por el teniente Lai, su padre simbólico el teniente Reeves y el fantasma de un soldado errante que vaga por Indochina desde la ocupación francesa. Pero los análisis que aporta Laiseca son brillantes y están lejos de ser una boutade contra el mundo biempensante, ese mundo que el progresismo ha “armado para responder” de un modo tan blindado que ignora las atrocidades del Viet Cong en la ofensiva del Tet o nunca se pregunta por qué Nixon incurrió en la tontería de Watergate. Ese mundo armado para perder la Guerra Fría.
La puerta del viento “es tan políticamente incorrecta que puede significar el fin de mi carrera como escritor”, dice Laiseca. Pero lo más probable es que el desenfado y el humor de su escritura disimulen la seriedad y la radicalidad de su denuncia contra las burocracias y Laiseca vuelva a ser objeto de un trato condescendiente, el de ogro simpático que ennoblece inofensivos programas de televisión o películas canallas. Por mi parte, pienso hacerle caso cuando define un zombi como “el que nunca pudo conseguir la felicidad” y, por eso, desde mañana me pongo a leer Los sorias.