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Conquistador conquistado

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Temprano pintó y temprano murió; sus obras produjeron un efecto rápido y deslumbrante. Tanto, que se decía: “No hay más allá”, frase que marca los bordes del gusto de cada época y que es, por supuesto, tan cíclica como histórica. Pero el amor por las esdrújulas no impedirá seguir, aunque nos tiente redundar afirmando que las fronteras de la percepción estética están delimitadas por los panoramas del presente, y que parte de la posibilidad de adentrarse en las nieblas del futuro puede provenir de la apropiación de las lecciones del pasado. Desde luego, estamos hablando tanto de arte como de política.

Mariano Fortuny nació en Tarragona, en el año de gracia de 1838. Huérfano desde muy niño, se privó de los lloriqueos. Estudió música con su tío Antonio, pero no le salía bien ni una jota ni una nota; mejor le fue con el dibujo, que le impartió el platero y miniaturista Antonio Basso. A esta altura de las cosas, nadie negará que lo que no nos sirve para ser lo que somos nos sirve en cambio para hacer lo que nos hace ser. Así, por ejemplo, en Fortuny, lo que Basso le dio fue la sabiduría y el amor por los detalles. Pero quien de veras lo impulsó grandemente fue su abuelo. A su provecta edad, don Fortuny sufría de artrosis y de sífilis, que se le enroscaban en las arterias y le burilaban el cerebro y le impedían los trabajos duros de tallista y carpintero, pero todavía tenía fuerza para modelar figuras de barro y cera, que vendía para el sustento. Mariano las aderezaba agregándoles colorinches y vestimentas. Lo mismo hacían en la Antigüedad griegos y romanos con sus estatuitas hoy descoloridas y descabezadas. 

Omitamos los detalles menores de su educación pictórica, que se sucedieron puntualmente: talleres, pintores, maestros, modelaje, tedio. Parece que Fortuny pintaba tanto y dormía tan poco, que su médico (o el que un influyente le facilitó) lo instó a tomar reposo. Pero la Diputación de Barcelona creó una beca para estudiar en Roma y él la obtuvo. La Ciudad Eterna le produjo el efecto de un vasto cementerio visitado por extranjeros. Y como en la paz de los sepulcros ya nadie cree, en enero de 1860, cuando estalló la guerra entre España y el sultanato de Marruecos por unos territorios no casualmente situados en el norte de África, la Diputación de Barcelona lo convocó para que, en carácter de agregado mayor, los visitara con el objeto de pintar la epopeya de la recuperación. Lo hizo en la grata compañía del ejército catalán. 

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Con la claridad propia de los soles del desierto, la vida de Mariano Fortuny ilustra la máxima que sostiene que no existe conquista que deje de conquistar al conquistador, ya que solo queremos de verdad y arduamente lo que nunca será nuestro. En febrero pisó tierra marroquí; en marzo, como otro Vivant Denon, tomó apuntes del cruento fragor de la batalla de Wad-Ras; en abril volvió a España con sus carpetas repletas de dibujos, y en junio expuso sus trabajos de tema africano. La Diputación le pidió que pintara el triunfo de la batalla de Tetuán, que el hombre, llevado por nuevos vientos, no concluyó (y por eso el cuadro nos gusta más). En 1862 regresó a Marruecos, aprendió árabe y se vistió como árabe. En los zocos tomaba café, fumaba haschich y admiraba el ombligo de las odaliscas, y nadie lo molestaba: los vencidos saben que ese hombre ya era un esclavo y un testigo posible para el caso de que su civilización desapareciera a causa de la barbarie hispánica.

En 1863 volvió a Roma, expuso, estudió, ganó cada vez más fama –que se mide por el número de comparaciones y menciones–, viajó a París. En 1867, en Madrid, se casó. En pleno viaje de bodas lo picó de nuevo el virus de Oriente: ahora era Andalucía, la Alhambra, la cultura morisca. En Granada pintó, fabricó armas blancas repujadas que eran el deleite de los snobs locales, estudió la cerámica árabe, fue feliz. Después, de nuevo, su negra piedra lunar: Marruecos. Y de allí, por varios años, Roma. La infección oriental se propagó: ahora trataba de perderse de las razones que lo volvieron célebre y viajó más lejos, al extremo: adoró y se dejó influir por la pintura japonesa. La malaria se expandió más y más, y Fortuny murió en 1874. Como corresponde, Roma costeó su mausoleo, porque todos los muertos son suyos.