Le regalé a mi nieta un juego de mesa, esas cosas prehistóricas tipo Ludo o la Oca; a mi nieta precisamente, que es como todos los chicos de su edad, un genio de la computadora, la tablet, el BlackBerry y demás etcéteras. Pensé “lo va a tirar”, o peor, “ni siquiera lo va a mirar”. Y me equivoqué. Curiosa como un gato, lo abrió a ver qué pasaba y cayó en la trampa. Sí señor, sí querida señora, porque el tal jueguito trae sobre el tablero una especie de cucuruchos de papel, uno o dos por casilla aunque hay que ver que casillas hay que no tienen ninguno, y dentro del cucurucho hay un papelito largo largo en el cual ¡oh, maravilla! hay un cuento. Sí, un cuento. Entonces la jugadora tira los dados y mueve las fichas y algo pasa con los cucuruchos y se leen los cuentos en voz alta. Le encantó. No sólo le encantó sino que me enteré de que además invita a sus amigas a jugar y se pelean a ver quién tiene más cuentos y quién lee y quién no sé qué más porque las complicaciones del juego son muchas y habría que tener los once años que tiene ella para atacarlas con entusiasmo.
Pero una comprende perfectamente la fascinación de mi nieta y sus amigas ante el tablero del Alrededor del Bosque en Ochenta Cuentos. (Observación importante: el bosque es el paisaje del fondo del tablero y los cuentos, lamento decir que no son ochenta pero son los suficientes para tener a cinco niñas quietecitas atadas a las sillas gran parte de la tarde.) Una las comprende porque a quién no le gusta que le cuenten cuentos, ¿eh? Todo el mundo ama los cuentos y todo el mundo desea, a veces en voz alta, que le cuenten un cuento. Y no es que el mundo esté despoblado de cuentos, nada de eso. Creo que el mundo se sostiene a pesar de todo lo que le ha pasado por encima, simplemente porque existe una red de cuentos, inextinguible, incalculable, inquietante, insólita e inflamable. Sí, claro que sí: un cuento es eso que estalla en llamas en nuestras manos. Y no nos quemamos porque el mundo tiene que seguir andando. Y los cuentos tienen que seguir contándose, contándonos cosas que no les sucedieron nunca a personas que no existieron jamás, describiendo amores, miedos, aventuras, secretos, paisajes, duelos, bailes, reinas, éxtasis, desvaríos y agregue usted lo que más le guste y se va a encontrar con un todo sembrado de piedras preciosas, de lágrimas y de cristales de nieve.
Se mire por donde se mire el mundo, allí habrá cuentos. Cuando somos unos mocosos que no levantamos esto del suelo, los cuentos nos mantienen quietos. Después dejamos de encandilarnos y buscamos ¿qué?, buscamos otros cuentos. Vamos al cine, compramos revistas, jugamos a lo que vimos, a lo que nos gustó, a lo que tememos. Soñamos, además. Y viene la adolescencia y nos tocan los mejores cuentos porque son los que abarcan proyectos y desilusiones y problemas y enamoramientos. Y así seguimos y elegimos libros y tenemos una biblioteca, esa de la que Soledad Puértolas habló con amor y sorpresa. Y miramos a nuestro alrededor y encontramos los cuentos de la vida adulta, que son fieros y tienen arrugas en la frente porque estamos a la defensiva y eso nos pone adustas hasta que leemos a Borges y nos enteramos de que todo es un gran cuento. Todo. Desde ya Marduk cuando ataca al dragón, claro, pero también En busca del tiempo perdido y Middlemarch y la Ilíada y los Diarios de Anaïs Nin y el Quijote y los Sonetos de Shakespeare y las novelas de Corín Tellado y no sólo cuentos entre las tapas de los libros. Cuentos en los diarios, en las revistas de moda, en la televisión, en las campañas políticas, en los cuadros de Rembrandt, en las pavadas que dicen los guías de turismo, en las oraciones, los discursos, las conferencias, las confesiones, el diván del analista, las historias clínicas, los justificativos, todo lo que se dice y se escribe y se proyecta.
Los cuentos son como los árboles. Si no hubiera árboles, no habría oxígeno y ya estaríamos muertos hace años de años y de siglos. Si no hubiera cuentos, ¿cómo nos arreglaríamos para creer en Dios? ¿Y para negar que exista? ¿Y para recitar las tablas de multiplicar? ¿Y para componer sinfonías? ¿Y para regalarle a una nieta un tablero con cucuruchos que contienen cuentos?