En la segunda semana del caso Lázaro Báez, quienes defienden al Gobierno pasaron a su clásico contraataque ad hominem. Ahora Lanata sería culpable de consumir cocaína y yo de infidelidades mientras estuve casado.
Comenzó el mismo domingo a la noche, cuando Luis Ventura anticipó en su canal lo que luego sería durante varios días tema de su programa Intrusos, donde junto a Jorge Rial me “atendieron” a mí, para concluir el jueves con la tapa de su revista Paparazzi, en la que atendieron a Lanata.
Seguramente sólo por casualidad, el lunes frente al edificio de PERFIL, y justo en las paredes de la Secretaría de Comercio, se pegaron afiches –que también poblaron el microcentro– en los que, bajo el título “Este es el equipo que armó la cámara oculta”, aparecían en el medio Magnetto como manager y seis vedettes: Binner, Carrió y Buzzi de un lado, y Lanata, yo y Macri del otro (foto), en ese orden.
Pero nada de eso es sustancial; el argumento ad hominem se utiliza siempre que se carece de una antítesis conceptual. Lo peligroso está en el argumento más pesado, y no introducido por esos agentes, sobre que la corrupción no es tan grave porque resulta ser el precio necesario para conseguir gente y sostener estructuras sin las cuales no se puede hacer política revisionista. Por eso, no habría que hacerle el juego a la derecha ni escandalizarse con la corrupción, que es un mal menor. Para ellos, lo importante es conseguir cambiar la matriz de poder para distribuir mejor la renta; la política requiere estar dispuesto a meterse en el barro y ensuciarse, y el republicanismo es hipócrita: defiende una ética de los medios que es una trampa, ya que es inferior frente a la ética superior de los fines. Esos kirchneristas dicen que prefieren el derecho natural (de los pobres) mientras los burgueses se quedan con el derecho procedimental para defender y mantener sus privilegios.
Desgraciadamente, este discutible y primitivo utilitarismo no es sólo de los simpatizantes del Gobierno. Tiene su espejo en muchos de quienes hoy se oponen al Gobierno, pero mientras la economía generaba crecimiento y bienestar durante los primeros años del kirchnerismo, la corrupción tampoco era un problema importante para ellos y también la consideraban un mal menor.
Los récords de treinta puntos de rating de Lanata el domingo pasado, diez veces más que los que obtenía en 2011 en un canal de noticias, no hablan sólo de la mejora de recursos con los que cuenta Lanata al trabajar dentro del Grupo Clarín, su mayor visibilidad y la mayor llegada de un canal abierto. Hablan también de un cambio de actitud de una parte significativa de los argentinos que hoy quiere creer lo que hasta hace dos años prefería ignorar.
De la misma forma que los siempre oficialistas C5N y Radio 10 no pagaban un precio en audiencia por defender al Gobierno en 2011, a partir de este año el mismo González Oro, que durante más de una década lideró ampliamente su segmento, pierde frente a los dos programas de Radio Mitre con los que se superpone en horario. Y la misma insignificantización padece C5N, aunque –al ser menos dependiente de sus figuras– su caída es más progresiva.
El domingo pasado, PERFIL publicó una encuesta en la que el 70% de los consultados le cree a Lanata. Entre el 30% restante, porcentaje bastante similar al de los votantes más persistentes del kirchnerismo, se encuentran personas que saben que existe la corrupción pero prefieren creer –y alegrarse por ello– que Fariña verdaderamente le tendió una cama a Lanata con el fin de hacerle perder su credibilidad. Que el Gobierno urdió ese plan y que Fariña lo ejecutó también por dinero.
Más allá de lo difícil de creer y la no valoración de otras pruebas que presentó Lanata, detrás de esa versión nuevamente emerge el desprecio por una ética de la acción. Por ejemplo: para hacerle pisar el palito a alguien que hoy tiene mucho poder de daño al Gobierno, en este caso Lanata, como en la guerra real es válido contratar a cualquier tipo de persona y llevar adelante cualquier engaño. Esta perspectiva significa concluir que la política es la continuación de la guerra por otros medios; invirtiendo el orden de la famosa frase de Clausewitz, convirtiendo lo extraordinario en ordinario: la guerra perpetua.
Como una especie de sindicato antikantiano, ciertos kirchneristas se ríen (y así se justifican) de quienes pregonan que la bondad de los fines debería también probarse en la bondad de las prácticas cotidianas, porque –ampliado– es el mismo argumento de la “crisis moral” con la que tantas dictaduras justificaron sus golpes militares.
Uno de los muchos daños que la dictadura y el menemismo nos dejaron fue dar argumentos a interpretaciones berretas sobre el conflicto entre la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad de Max Weber. Quienes así actúan no tienen convicciones ni tampoco son responsables.