COLUMNISTAS

Cortarse el pelo

Cuando era chico me cortaba el pelo mamá. Me hacía sentar sobre la tapa del inodoro y me empezaba a cortar a tijeretazos. Era una lucha. No me gustaba ver esa transformación en el espejo del baño.

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Cuando era chico me cortaba el pelo mamá. Me hacía sentar sobre la tapa del inodoro y me empezaba a cortar a tijeretazos. Era una lucha. No me gustaba ver esa transformación en el espejo del baño. Y como yo protestaba y ella era ansiosa, entonces me largaba con un peinado extraño, asimétrico, un casquito dudoso que se iba emparejando con el tiempo. Mis hermanas y yo le decíamos “hacha brava”. Un par de fotos de la infancia lo documentan: de un lado la oreja saliendo, del otro la oreja tapada, flequillos en diagonal, remolinos pelopinchos, nucas “juana de arco”, mechones escaleteados, mini calvas sarnosas… Quedaba como el orador Demóstenes, que se rapaba a propósito la mitad de la cabeza para que le diera vergüenza salir a la calle y quedarse así en su casa practicando su discurso. Pero yo con mi peinado nuevo tenía que ir al colegio.

En algún momento, supongo que a los 12 o 13, me rebelé y fui por primera vez a cortarme el pelo solo, a la peluquería Jorge, cerca de casa. Cada dos o tres meses, más o menos, cuando ya los preceptores me decían “hay que cortarse el pelo, Mairal”, iba a lo de Jorge, que además era mago matriculado. Tenía dos hijos que iban creciendo en un marco de fotos, al lado de los peines y las tijeras de acero inoxidable. También había una foto de Jorge con Bochini, autografiada. Para cortarme el pelo, me ponía una capa de plástico fucsia con animal print, mezcla de leopardo y cebra. Yo a veces tenía miedo de que entraran a robar y me tomaran de rehén con esa capita que me ajustaba el cuello como una angustia, miedo a salir en Crónica TV acogotado por el chorro y luciendo esa especie de babero gigante, como cortina de baño. Había un televisor siempre encendido que yo miraba por el espejo donde se veía todo al revés, los titulares y los partidos de fútbol. En la pared, unas fotos de modelos hombres con bigote y peinados a la gomina Lord Cheseline. Y un cartelito que decía “en esta peluquería se cumplen todas las medidas sanitarias”. Jorge no me preguntaba cómo quería que me cortara, simplemente me hacía un corte común, que me quedaba bastante horrible durante unos nueve días. El tema sobre todo eran las orejas. Más adelante, yo me animaba a decirle: “No me cortes mucho en las orejas que quedo muy Dumbo”. No me hacía caso. Yo salía de ahí mirándome de reojo en las vidrieras, avergonzado, sin fuerza, como Sansón tras el paso de Dalila. Una vez me robaron en la esquina, no bien salí de la peluquería, y yo lo asocié directamente con mi peinado de orejas rojas, ruborizadas, hipersensibles, como radares sanguíneos.

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En quinto año, cuando me salvé de la colimba por número bajo, mis compañeros de clase me cortaron el pelo con tijeritas rabiosas de ésas de cortar papel glasé. Me quedaron como unas peladuras, parecía enfermo. Esa tarde, Jorge me pasó la máquina cero; no le causó mucha gracia el asunto, quizá porque sabía que por varios meses perdía un cliente. Pelado, mi orejas eran ya de una desnudez insoportable, daba lástima, encima hacía frío. Los colectiveros me dejaban subir sin pagar, quizá pensando que era un conscripto. El agua en la ducha actuaba de manera extraña, por un lado rebotaba en mi calva y mojaba el piso del baño, y por otro caía en ríos directos por la cara y los ojos, sin el amortiguador de la mata de pelo. Había que acostumbrarse mientras de a poco crecía un cepillo pinchudo, después un pelo nuevo, que parecía más crespo y oscuro, asomando en forma radial de mi cabeza, un pelo que no caía. Quizá por la violencia de la rapada y porque terminé el colegio, no me lo volví a cortar por dos años. Era la época en la que se suponía que yo hacía el CBC. Tenía el pelo abajo de los hombros y al pasar por la peluquería de vez en cuando, le tocaba el vidrio a Jorge que me hacía señas con la tijera. Finalmente me lo corté. La explicación con mis amigos pelilargos fue que tenía que buscar trabajo, pero creo que pesó más el hecho de que un día desde un camioncito fletero me dijeron “rubia”.
Así que Jorge volvió a mandar tijera y me sacó mis años de crenchas libres. Pero en algún momento lo traicioné: una novia me dijo que me cortaba muy mal el pelo, que si no podía decirle cómo quería que me cortara tenía que ir a otro lado. A pocas cuadras había una peluquería donde todo anduvo bien durante años, hasta que los peluqueros y peluqueras empezaron a ser más jóvenes que yo y cuando les decía: “No me cortes mucho en las orejas porque quedo medio Dumbo” no me entendían porque no tenían ni idea de quién era ese tal Dumbo, el elefante volador.