Apoyándome en interpretaciones libres de complejas lecturas científicas, incito a mis alumnos de dramaturgia a que cultiven un parámetro muy objetivo que reza que la realidad es intermitente y que lo mismo que se puede verificar a nivel subatómico podría verse reflejado en lo que suponemos catástrofe en nuestra vida (y la de nuestros personajes inventados). La primera fractura a este principio didáctico me ocurrió cuando intenté predicarlo ante actores alemanes; se me dijo que no hay palabra en alemán para decir “intermitente”. Sus traducciones ofrecen parecidos: wechselnd (que es “cambiante”), aussetzend (“discontinuo”), stossweise (“entrecortado”) o stossartig (“esporádico”). Pero ninguna de esas palabras explica lo que quiero decir: que a veces está y a veces no, que a veces se es y a veces no. Tal vez la realidad germánica sea estable, o al menos no se les haga tan evidente cómo funciona en realidad la realidad.
Por enésima vez cortaron la luz. No hace falta pintar la postal de las protestas constantes en Caballito o Flores ni demostrar lo difícil que es vivir sin luz. Los gatos quedaron afuera, se fueron por un árbol y no los vemos; la reja del jardín anda a motor y dormiremos puertas abiertas al ladronazgo; las vacunas en la heladera no pueden perder frío y si esto sigue así tenemos que llevarlas al supermercado chino. Los reclamos son atendidos por un robot que no sabe nada de nada. Si tuviera enfrente al señor Edesur, lo mataría sin dudar.
Mas a las tres horas la luz vuelve y nuestros problemas desaparecen mágicamente. El ánimo se templa de nuevo y nos parece que la vida aún es posible. Es inexplicable la velocidad con la que preferimos olvidar el mal trago.
Pero esto hace mella, lentamente, en un pueblo, en una cultura social, en un lenguaje común. Nos crían para la neurosis, alternamos del odio a la esperanza y en el medio nos hacemos esos seres irracionales, inexplicables, odiosos que somos los porteños.
No toda la culpa es propia.