Después de la elección legislativa de octubre una parte de la Argentina política, la “opositora” al Gobierno, se enfoca en los dos tercios del electorado que no votó al Gobierno y extrae de allí un no disimulado optimismo sobre el futuro. Otra parte, identificada con el tercio que votó a los candidatos oficialistas, se llama a silencio, o bien muestra desconcierto o incertidumbre, porque ata su suerte a lo que decida hacer la Presidenta, que es la mayor de todas las incógnitas. Lo cierto es que el oficialismo sigue en el Gobierno y –mal que les pese a algunos– tendrá que gobernar; y la oposición no es una sino varias, y mientras no produzca algo todavía no visto en el plano de la oferta electoral, no será gobierno con un respaldo de dos tercios. Y aun más: gran parte del electorado –incluyendo tanto a algunos que prefirieron a candidatos del oficialismo como a otros que prefirieron a opositores– votó buscando opciones lo más cercanas posibles al punto de indefinición entre Gobierno y oposición.
La conclusión es que el futuro está signado por la incertidumbre. El mercado electoral está, hoy, más parecido a como estaba en 2003, cuando hubo 18 candidatos presidenciales, ninguno con muchos votos, que a como estuvo antes o después, cuando algún candidato puede rondar el 50%, con o sin bipolarización.
Aun más importante, tanta o más incertidumbre que en el plano electoral es la que hay en el de las políticas públicas. Siendo imposible entender qué propone cada potencial candidato, la lógica del votante medio es esperar para ver, sin inquietarse mayormente hasta que llegue el momento.
Los dos tercios que no votaron al oficialismo decidieron su voto por una de dos razones: algunos votaron a candidatos o listas con la convicción de que son sus preferidos, otros –posiblemente en mayor medida– votaron para dar al oficialismo el mensaje de que hay enojo, sin importar demasiado en este caso a quién se vota, eligiendo simplemente al más funcional para ese propósito. ¿Por qué hay enojo en la sociedad? Es bastante claro: por la inflación, que todo lo ensombrece, porque el poder adquisitivo se diluye, porque la calidad de la vida cotidiana –el transporte público, la seguridad en la calle, la educación– se deteriora, mientras el Gobierno parece vivir en una burbuja encapsulada.
Se habla de algunos acuerdos “institucionales” entre dirigentes opositores. Aunque eso se vio un poco perturbado estos días por el fallo de la Corte en el tema de la Ley de Medios, puede presumirse que pronto se restablecerá una cierta normalidad, y entonces volverá a hablarse de la importancia de acordar reglas de juego para reforzar la calidad republicana de nuestro orden institucional; la mayor parte de los dirigentes opositores estarán de acuerdo y algunos oficialistas también –eso sin contar a los muchos que hoy son opositores, pero empezaron siendo oficialistas bajo este gobierno, y que también estarán de acuerdo porque en gran medida por eso se alejaron del Gobierno–. Pero por importante que resulte ese consenso institucional, no dice absolutamente nada de las políticas públicas que podrían paliar el enojo de la sociedad.
Una manera dramática de plantear el problema es mirar el largo plazo y tomar nota de cómo se ha comportado la Argentina durante el último siglo. Un análisis realizado por Pablo Gerchunoff lo muestra con claridad meridiana. En 1908 el producto bruto argentino equivalía al 130% del producto medio de un grupo heterogéneo de países representativos del mundo (Europa Occidental, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Brasil, Uruguay, Chile, Japón y la India); en 1924 –después del impacto de la Gran Guerra– equivalía al 120%; en 1948 –después del impacto de la Segunda Guerra– volvió a arañar el 120%; a partir de entonces se fue desplomando, no se recuperó nunca, y durante los últimos años oscila entre el 40 y el 60% del producto mundial promedio, con pequeñas fluctuaciones como la de los años 90 o la aun más pronunciada –pero igualmente pequeña– de la década K, en la que el país creció durante algunos años a tasas que el mundo de hoy llama “chinas”.
En esa perspectiva, la Argentina es un país que viene cayendo sin que nada frene esa pendiente. Es difícil explicarlo. Siempre vuelve a la memoria la reflexión de Paul Samuelson en 1980, cuando observó esta tendencia y se preguntó por una explicación que no aparecía: “Es un país que sufre una crisis del consenso social”.
¿Qué le propone nuestra digencia política a la sociedad para frenar esta pendiente en caída libre? Se entiende que nadie ganará elecciones hablando de la historia, pintándola en forma tan negativa y produciendo papers técnicos o académicos. Pero al menos quienes tienen interés en enterarse deberían poder enterarse; no pueden, porque no hay propuestas. Aun más, quienes eventualmente podrían estar pensando en la Argentina como un mercado posible para invertir seriamente acá, sólo se preguntan eso; y, dada la falta de respuestas, obviamente no invierten.
Dentro de cada grupo político conviven puntos de vista distintos, hasta opuestos. Algunos piensan que hay que devaluar –hay dudas de que sea una receta para volver a crecer, pero no debería haber duda de que es una receta para perder votos– y otros que no. Algunos piensan que hay que abrir la economía, otros que no. Algunos piensan que hay que dejar al agro volar sin ataduras, porque aun con ataduras reiteradas, desde hace más de cien años el crecimiento argentino depende, sobre todo, de cómo le va al agro; pero otros piensan que no, que es correcto gravar al agro hasta el límite y castigarlo cuanto resulte posible. Algunos creen que incentivando la entrada de capitales la economía despega; otros piensan lo contrario. Dentro de cada grupo político coexisten esas distintas ideas y, para más, no se las debate abiertamente. ¿Cómo algún ciudadano podría, entonces, votar por ideas?
¿Y el Gobierno? Parece haber pasado de un enfoque que producía coherentemente los malos resultados de gestión que enojan a una buena parte de la sociedad a una situación donde las inconsistencias entre puntos de vista distintos se ponen de manifiesto. Esto último por un lado puede presagiar algunos cambios en el sentido de la moderación, que los mercados rápidamente premian; por otro lado también anticipa eventuales disputas internas –por espacios de decisión y por posicionamientos hacia el futuro– que contribuyen a la incertidumbre. Sin duda, la manera en que la Presidenta encare el ejercicio de sus funciones a partir de ahora será el dato más relevante para definir la situación en los próximos meses. Ese dato todavía es una incógnita. Una incógnita que viene siendo administrada prolijamente desde el núcleo central del poder actual.