La Feria del Libro de Buenos Aires terminó hace poco más de un mes. ¿Cuál fue el balance de esta última edición? No muy distinto al de las anteriores: récord de asistentes y una venta sostenida, a pesar de las dificultades económicas que amenazan a la industria. Por otro lado, quedó claro una vez más que la Feria es en realidad una fiesta de la industria editorial, que sólo cada tanto se roza con los intereses literarios, casi siempre de manera tangencial. Y que los mayores beneficiados –además de los visitantes de las provincias del interior del país, que encuentran allí mucho del material al que no tendrían acceso de otra manera– son los sellos, que pueden comercializar sus productos sin la intermediación de los puntos de venta, es decir, de las grandes cadenas de librerías, que se quedan con un buen porcentaje del precio de venta de tapa de cada ejemplar.
¿Cómo son las cosas, por ejemplo, en España, el mayor centro editor en lengua castellana? Existen otro tipo de problemas. El mercado está virtualmente monopolizado por cadenas como la Fnac o El corte inglés, donde los libros se encuentran cada vez más lejos del alcance de los consumidores. No por el costo (porque en España funciona a la perfección el sistema de edición de libros de bolsillo, que distribuyen casi los mismos títulos que en rústica pero con precios dos o tres veces más bajos), sino por la propia disposición espacial. Hasta hace pocos años, al entrar a cualquiera de estos shoppings culturales, uno se topaba de inmediato con las mesas de novedades. Pero ahora ese lugar lo ocupan la tecnología y los electrodomésticos, y recién luego de sortear televisores y bateas musicales, y de subir tres o cuatro pisos por escaleras mecánicas, uno podrá encontrar los exhibidores de libros. En un café del centro de Barcelona, el editor Pere Sureda, responsable del sello Belacqvua, convalida la observación y habla de la desaparición de las pequeñas librerías como un hecho. “Todo se debe a los márgenes de ganancia”, dice. Y explica que los responsables de estas tiendas hacen una cuenta muy sencilla: calculan cuántos libros deben vender para facturar lo mismo que con la venta de un televisor o una computadora. Así, con los resultados en la mano, deciden ubicar los libros donde menos molesten, lo más lejos posible.
Y sin embargo, la oferta de las librerías de Barcelona es aún más apabullante que las de Buenos Aires. Cientos de títulos que desembarcan todas las semanas y que, con suerte, tienen una vida útil de unos pocos meses. Si la curva de la cantidad de nuevos libros editados es inversamente proporcional a la de los ejemplares vendidos, y si la gente lee cada vez menos: ¿cómo es que la industria editorial parece expandirse sin descanso? En la otra punta de la ciudad, en una mesa del restaurante Flash Flash, el crítico literario Ignacio Echevarría dice que hay una explicación: editar libros sigue siendo un negocio barato y rentable. A pesar de los costos del papel. “Nos juntamos tú y yo y en dos días, si queremos, nos montamos una editorial. Con que nos vaya apenas medianamente bien, no perdemos dinero”, exagera para ejemplificar. Además, claro, está la cuestión del prestigio: el de editor sigue siendo un oficio bien visto. ¿Pero cuánto puede sostenerse una situación así, con precios en alza, sobreoferta de títulos y libros que venden doscientos o trescientos ejemplares? “Hasta que haya una revolución similar a la que sufrió la música con la digitalización”, arriesga Echevarría. “Recién entonces el negocio del libro cambiará de manera radical”.