COLUMNISTAS

Cualquiera puede escribir

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En los últimos días del año que se acaba de ir, la política asistió a un inusual desborde de palabras escritas, de autorías impensadas.

Los laureles –no le da para el Nobel de Literatura- se los llevó el juez Claudio Bonadio. La nueva esperanza blanca del fundamentalismo antikirchnerista hizo pública una carta dirigida a la presidenta del Consejo de la Magistratura, Gabriela Vázquez, que con su voto respaldó una sanción económica contra el juez por dos viejas causas, justo cuando el hombre se decidió a investigar a la empresa presidencial Hotesur luego de hacerle varios favores al Gobierno.

En un tono alejado de lo académico, fiel al estilo Bonadio, el juez cuestionó la decisión del Consejo y chicaneó para que tenga y guarde a la jueza Vázquez y al secretario de Justicia, el tan impetuoso como desprolijo Julián Alvarez (criticado hasta por Horacio Verbitsky). Más cerca de una autobiografía que de un posicionamiento jurídico, Bonadio escribió que se siente “apenado” y “solo, tratando de hacer bien mi trabajo” (tarde pero seguro: desde que fue designado juez en los servilleteados 90, lidera con Oyarbide el ranking de más denunciados por mal desempeño en la Magistratura).

Aunque lo más llamativo de la carta pública de Bonadio no fue su contenido. Tampoco el hecho de que por primera vez en sus dos décadas de tarea servicial recurriera a este mecanismo. Sino que el vehículo de propagación haya sido el Centro de Información Judicial (CIJ), que depende directamente de la Corte Suprema de Justicia.
No es habitual que el CIJ difunda la posición de un juez federal más allá de sus dictámenes, como hizo en este caso. Semejante excepción podría explicarse por la enorme pasión del presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, tanto en la defensa de la libertad de expresión como en la hechura de cartas. O también por la muy buena relación de Lorenzetti y de la directora del CIJ, María Bourdin, con el bueno de Bonadio.

Otro que se subió a la ola postal fue el fiscal general Carlos Ernst. Le envió a su jefa, la procuradora Alejandra Gils Carbó, una queja por escrito de los “tratos desaprensivos” y “atropellamiento” de los que fue víctima, por el traslado de su área de capacitación y formación, según reveló el portal Infobae. Para bien y para mal, según del lado de “la grieta” desde donde se mire, la procuradora está moviendo el avispero en una familia -la judicial- poco afecta a que se altere el status quo y la comodidad del “siga-siga”. 

Alejado de la justicia hace ya mucho tiempo, también reapareció por escrito el ex fiscal/ex jefe de Gobierno porteño/actual legislador Aníbal Ibarra. “Mi verdad sobre Cromañón”, se tituló su columna del martes 30 en La Nación, al cumplirse 10 años de un crimen masivo. Nada nuevo en Ibarra, lo que explica por qué pasó de ser una promesa progresista a una frustración necia. Sigue prefiriendo negar su responsabilidad, tanto de su ocaso político como del desastre Cromañón, dos hechos íntimamente conectados. Y prefiere echar la culpa a otros, como a Macri y a los medios. Curioso –no original- el pase de facturas mediático, cuando Ibarra gozó de la vergonzosa protección de Clarín (como lo recordó esta semana el sitio especializado Diario sobre Diarios), del entonces poderoso Grupo Hadad y del aparato comunicacional tanto de su gestión en la Ciudad como la del Gobierno nacional, operado éste a lo Maquiavelo por el eterno republicano Alberto Fernández, que hoy se abraza al massismo. Como posdata de estas letras -que dicen mucho de sus autores y sus circunstancias- podría incluir la renovada catarata de tuits de nuestra inefable Presidenta. Se los debo: de eso ya se ocuparon de sobra muchos de los que no miden necesariamente a todos y a todas con la misma vara.