Mi computadora, que se llama Esther Lizzia, estuvo enferma, la pobre. Al principio pensé que se trataba simplemente de un resfrío fuerte, pero andando las horas y los días la cosa se reveló más grave y la buena de Esther fue quedándose sorda y muda y ciega y paralítica. Es demasiado, créame, aun para una computadora fiel y corajuda como la mía. Después de hacer varias pruebas infructuosas y de explicarle que tenía que poner toda su voluntad en mejorar, tuve que rendirme y llamar al médico, digo, al técnico, que la observó, la probó, meneó la cabeza con desconsuelo y se puso a trabajar.
Como usted puede comprobar leyendo estos párrafos, todo anduvo bien y la Esther reaccionó y se puso tan activa y simpática como siempre. Pero el incidente me llevó a pensar un poco más allá de mi compu. ¿Y si yo no la tuviera? ¿Y si nunca hubiera tenido una de ellas? ¿Y si no hubieran existido las computadoras? En otras palabras un poco más acotadas: ¿y si todo eso que llamamos tecnología no hubiera existido o hubiera existido con otro ropaje?
Estupenda idea. No, estupenda no, quizás interesante sí, pero estupenda no. Puedo imaginar fácilmente un mundo sin automóviles, por ejemplo, y le aseguro que no es un mundo espantoso ni repudiable. ¿A usted no le gustaría viajar en diligencia, carro, sulky o lo que fuera tirado por caballitos amistosos y fieles? A mí sí. También puedo imaginar un mundo sin teléfonos, y creo que no me disgusta del todo, porque siempre me encantó escribir cartas. Pero me aterra imaginar un mundo sin biromes, sin luces de colores, sin termómetros, sin rayos X, sin cualquier cosa que disipe sombras o me ahorre tiempo.
Y finalmente, hemos sobrevivido sin nada de eso y sin ideas y cosas que aún no han nacido. Mal no nos ha ido. Bien tampoco. Pero desde las manos pintadas en las cavernas hasta ahora, nos las hemos arreglado. Y ¿sabe qué? Se me hace que seguiremos en el surco, en la flecha, en las teclas de la computadora, en la mirada hacia allá adelante.