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Cuando inmigrantes y franceses discutian por Zidane

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De la final de un mundial de fútbol se recuerda, en primera instancia, el gol decisivo. Sea el de Burru a los alemanes o el maldito de Gotze a Romero, el momento único justifica esa especie de justicia relativa y arbitraria: mientras Jorge cerró del mejor modo un gran Mundial, el volante del Bayern Munich convirtió en inolvidable un torneo que, en lo individual, era el de su fracaso.

Por suerte, es tan poderosa la energía que genera el último partido del torneo más importante del
deporte más popular que la instantánea que queda adosada in eternum a la memoria de cada una es absolutamente personal. Es tan difícil –estéril– pretender imponer en el otro el valor del recuerdo propio que, a veces, tiene el valor de un secreto inconfesable.

De la final del Mundial de Francia, la mayoría de los argentinos recordamos que Brasi se comió una flor de paliza; ese día, convertimos en propio a Zinedine Zidane. Como si hiciera falta un Brasil humillado para convencernos de que el 10 de Juventus merecía un lugar en nuestra mesita de luz.

Una visión más amplia del asunto pondría en un primer plano, quizás, a Emmanuel Petit, volante del Arsenal de Inglaterra, mezcla de Blas Giunta con actor porno, que marcó el tercer gol de una final sin equivalencias ni misterio.

O a la falta de oficio de los franceses para festejar un triunfo de semejante dimensión: en la celebración masiva más imponente que atestiguó Champs Elysées desde la entrada de los Aliados en 1945, el único cantito más o menos uniforme que se escuchó era un escuálido “On a gagne” (hemos ganado), mucho más parecido al mensaje de texto que te manda tu hijo después de pegar la última materia que se llevó a marzo que al grito liberador del que sale de perdedor. (“El que no salta es un holandés” es un himno de cancha digno de años en los que los milicos prohibían a Les Luthiers porque no los consideraban músicos).

O haber atestiguado de casualidad la llegada del micro brasileño, lo que me permitió tener la primicia de que Ronaldo jugaría la final pese a los rumores de la noche anterior que hablaban de un ataque de epilepsia y la infidelidad de su novia, Suzanna Werner. Y tener a mi lado en la platea a un mexicano que se pasó la final filmando el partido… y poniéndole el relato correspondiente. Me consolé pensando en que peor lo pasarían sus compañeros de mesa en la primera cena de regreso al DF, con proyección incluida.

Sin embargo, el recuerdo más nítido que tengo de aquel 12 de julio no fue en el Stade de France, sino en el viaje de ida y vuelta. En primer lugar, me parecía inverosímil la idea de ir y venir en metro a la final de un mundial de fútbol.

Parte del equipo de Canal 13 que yo integraba y que cubrió aquel torneo se alojó en un apart hotel sobre el Boulevard Haussmann, una de las doce avenidas que se desprenden del Arco de Triunfo. Una cueva de lujo, ubicada en el 8eme, a pocas cuadras de Champs Elysées, donde escondí un par de noches a mi entrañable amigo Tavo Kupinski. (Hace cuatro años que te fuiste y no puedo menos que recordar que el inclasificable de Ricardo Casal te acusó de imprudente en vez de preocuparse por el estado de las rutas).

A tres cuadras del hotel está la estación Miromesnil. Desde ahí al estadio, en Saint Denis, se tardaba no más de media hora. Lo único que permitía imaginar que algo inusual estaba pasando era que, para un domingo a primera tarde, los vagones tenían poco espacio libre para sentarse. Bastante antes de bajar en la rampa de acceso a la intersección de las calles Jules Rimet y Henry Delaunay, empezaba a sentirse temperatura y aroma de hora pico.

A dos puertas de mi butaca, un grupo de adolescentes que no parecían ser de la misa banda –ni siquiera daban la impresión de ir a la cancha– comenzaron a discutir sobre la final por jugarse. El fuego lo abrió un morocho de piel cetrina que reprochaba a un par que todo Francia debía agradecerles ese equipo a los inmigrantes. “No hay un puto francés en tu seleccionado”, subió el tono. Y enumeró con la solvencia del sabio antes de esperar la respuesta. “Zidane, argelino. Trezeguet, argentino. Lizarazu, español. ¡Desailly nació en Ghana y Vieira en Senegal! A ustedes no les queda más que la Cabra Dugarry, que por algo le dicen cabra, y ese Petit, que es
el único rubio y más bien parece un actor porno”.
Del otro lado, sonrisas cómplices como evitando el conflicto que no se daría. Además, no le faltaba razón al muchacho. Si hasta en algún momento me tenté con darle más letra: Thuram y Henry son de islas del Caribe, Karembeu –ese de la esposa rubia infernal–, de Nueva Caledonia, y Djorkaeff y Boghossian son más armenios que Aznavour, pensé. La selección francesa que se jugaba esa tarde la final del mundo tenía más escalas que los viajes de Marco Polo.

“No se quejen tanto de nosotros, los inmigrantes. Que si no hubieran venido a fastidiar con sus invasiones a nuestros abuelos, no sólo nosotros no estaríamos acá. Tampoco Zizou”, recordó antes de bajarse cerca del estadio, en uno de esos barrios en los que París deja de ser la del hop-on-hop-off y se llena de monoblocks y de dialectos.

Por alguna extraña razón, las matanzas de estos días me trajeron muy fresco a la memoria aquel viaje al estadio de la final. No estoy seguro de que una cosa se vincule con la otra. Aunque sí registro en aquel recuerdo un conflicto que merodea el drama día a día. ¿Cómo explicarle a ese chico adolescente –hoy, un señor de 35 años– que hasta un primer ministro despreció que los grandes equipos deportivos franceses tengan más sangre africana, asiática o sudamericana que de la de De Gaulle?

No cuenten conmigo para dimensionar dramas según la cantidad de muertos ni medir hasta dónde la sátira puede meterse con la religión y salir indemne. Hasta para los más bocones –lo asumo– éste es un tema delicado. Un tema de muerte, está visto.

Pero comparto la experiencia con ustedes porque por alguna razón me vinieron esos días a la cabeza, mientras miraba las huellas de sangre en un pasillo demasiado angosto como para escapar de nada.

También recuerdo el viaje de vuelta. Ni siquiera un “On a gagne”, se los juro. Dios le da pan al que no tiene dientes. Si a nosotros nos bastaron los cuartos de final y ganarles a los ingleses por penales para inundar Saint Etienne, París y Marsella de celeste y blanco. “Y estos tipos ni siquiera saben festejar. Hace cinco minutos que Deschamps levantó la Copa del Mundo y el vagón del subte parece la Salle des Etats del Louvre”.
A 16 años y medio de aquel 12 de julio, Francia es noticia recurrente por asuntos bien diferentes. Y sospecho que esos temas de nativos e inmigrantes siguen sin tener solución. Como lo del festejo.

Ahora que lo pienso mejor, ¿con qué derecho me burlo del festejo francés? ¿Acaso tengo algo mejor que ofrecer?

Seguro. Un fútbol dominado por mercenarios que deciden cuánto color se pone en las tribunas y cobra peaje por colgar tus trapos.

Y por cómplices y cobardes cuya única preocupación es que el próximo muerto no les caiga en la puerta de entrada de su feudo.