El auto es causa de congestionamiento y polución –un bus mueve diez veces más gente ocupando sólo el doble de espacio de circulación–. Es la oveja negra de una gestión urbana que no sólo lo mantiene bien lejos del Centro de la Ciudad, sino que evita toda medida que favorezca su uso o adquisición. En Barcelona, libre de Uber, y en todas las capitales europeas, hace años que no se construyen autopistas, ni estacionamientos. El “carpooling”, grito de batalla de la app contra el auto vacío, es visto como una versión mejorada del mal mayor. Uber va más lejos con el argumento de amigabilidad ambiental; la web une “just in time” al potencial pasajero con el vehículo Uber más cercano, ahorrando desplazamientos y consumo energético sistémicamente. Se presenta como complemento del taxi, con el que pretende coexistir pacíficamente, pero con la cancha inclinada porque medra en el vacío legal que le ahorra tributación. Además, así como el shopping virtual está aún en su infancia en relación con el físico, por la preferencia de contacto de los consumidores con el objeto a adquirir, esto no sucede cuando la mercancía es la movilidad, el escaso consuelo del taxista es directamente proporcional a la edad del pasajero.
Si la autopista, cuyo incremento de espacio de circulación indujo al auto extra que la acabó taponando, invalidando la finalidad de su creación, en un mundo donde sobran las crisis y los jóvenes desempleados, ¿acaso la invitación a convertirse en píccolo uberemprendedor que la empresa esgrime no podría inducir a lo mismo? Desde el punto de vista de las políticas urbanas más aceptadas, al taxi y a Uber no los une el amor sino el espanto. Esto no es tanto una metáfora de su enfrentamiento visceral, como lo es de la ineficiencia funcional de la modalidad de transporte que comparten. El primero creció con la ciudad creando un servicio plagado de defectos: abusos de precio, maltrato e inseguridad vial, y de la otra, pero da de comer a miles de familias, en especial durante las vacas más flacas que conoció la Argentina.
Las posiciones en contra y a favor de la app se expresan con lógica binaria de argentinidad al palo, un River-Boca que invisibiliza el foco de la cuestión real: ¿cuál es el modelo de ciudad que se pretende, el precio a pagar para evitar su caos, y quién deberá pagarlo? Un conocido urbanista sostenía una paradoja. Si bien bajo la globalización capitalista no hay gobierno independiente de la disciplina presupuestaria, en la ciudad actual no hay lugar para las derechas. Lo individual, el auto, no es opción, cada centavo debe ir a la movilidad de calidad de las mayorías. La única discusión posible será sobre la mejor modalidad de transporte público para cada caso. Esto parece solidario con la opinión refractaria de Macri hacia una app, que epidérmicamente luce funcional al discurso de modernización urbana del PRO. Hoy el debate en la UE es entre tranvía y bus eléctrico, el subte está bajo sospecha por costo e impacto ambiental. Después de incipientes experiencias en Berlín y Hamburgo, Uber dejó de existir en Alemania, donde las multas ascienden a los 25 mil euros, ídem en Bélgica. En Francia, la empresa debe esperar 15 minutos antes de recoger pasajeros, el doble que los taxis. Un draft en curso impedirá pronto su uso. En el Reino Unido la legalidad le
costó cara. Los taxistas fijaron las condiciones.
El Estado tiene que legislar por una urbe democrática, lo que implica, aunque suene a oxímoron, impedir Uber, tanto como usar gotero en licencias para taxis. Nivelar el terreno cargando la app de impuestos es conferir un lugar donde ya no hay. Sin embargo, sería más que bienvenida donde lo hay de sobra, capitalizando los grandes vacíos de integración del país entre pueblos y ciudades.
Las TICS llevadas al campo de lo urbano prometen un futuro libre de congestión y contaminación: la virtualización progresiva de la economía, y en particular del trabajo, ya reduce en países desarrollados la necesidad de viajes cotidianos al centro en horas pico, su causa. Uber se sube a este carro invocando, no sin cierta razón, ser parte de la tendencia, pero le queda grande, es esclavo de la decadencia de un modo que brilló en un modelo de ciudad que ya no existe.
*Geógrafo UBA. Magíster Urban Affairs UNY.