El último viernes, en pleno mediodía peatonal de hormigas por Maipú y hormigas por Rivadavia, un hombre mayor se vino abajo en una vereda poceada y provocó alteración de paisaje, súbita piedad pública y un buen susto. Ahora puedo imaginarlo mejor que cuando lo viví. Extemporáneo por edad, "el hombre que se cayó" venía fluyendo cándido por el grumoso espacio de humanos en vaivén cuando la lógica lo tumbó por causa efecto al sitio que merecía: el suelo. Alto, grueso, con bastón de caña y morral de cuidador de cabras, digamos que se vino abajo por exceso de inoportunidad. De estar cruzando Parque Centenario a igual hora no habría llegado jamás a coparme esta columna.
Lo consiguió pese a mí, primero, y por mí, segundo. La escena que lo tuvo como punto de mira duró dos minutos. Orondo venía y de súbito se desarboló de sus casi dos metros cayendo a plomo, de canto, bien por su costado de babor (el izquierdo) Ante el repentino cuerpo cruzado en la vereda algún peatón se obligó a saltarlo y los más a pegar un frenazo de cine. Prontísimo seis lo socorrieron y el caído, agitando el brazo, pidió ser alzado despacio, mientras decía sentirse bien y que lo sabría mejor al ponerse de pie. Y lo pararon. Entonces movilizó su pierna, hizo pruebas de rodillaje, "todo bien, no ha pasado nada, ella no sufrió" acotó señalando su cadera. Alguien le restituyó el bastón (que fiel, cayó con él), los anteojos de sol, el morral y lo que parecía ser una Agenda 2013. El anciano parecía sentirse como un segundo antes de alterar el tránsito. Se fue saludado y hasta mimado. En dosis muy pequeñas la masa suele activar una ternura familiera súbita y útil. Lástima que...
Y nada más por aquí. En el lugar la realidad se normalizó a si misma y regresó a la imagen previa a la precipitación del anciano en la vereda de Macri. El recuperado volvió a insertarse en la corriente humana otra vez y a los pocos metros ingresó en un café Martinez. Me queda claro que no puedo desasirme de su destino pues me veo siguiéndolo hasta sentarme en mesita contigua a la suya. "No pasó nada. Todo bien" insiste, ahora dirigiéndose a mi. ¿Me reconoció entre los mirones?¿Y cómo que no nada pasa si siendo yo de edad, peso, bastón y temeridad peatonal similar a la suya se que ante caída semejante acabaría con la pierna suspendida y envuelto en yeso desde la nuca al coxis?
Parlanchín, me comenta ahora que temió "por el trocanter" y aclara que es un jodido y ganchudo sobrehueso del fémur. Y mientras sorbe minimalista su café, me sorprende al oirlo criticar no a Macri sino a Homero. Que no puede creer que le pusiera a Héctor nombre tan vuglar como Héctor que recuerdda a Néstor. Que para él otro desenlace se habría dado en Troya de tener Aquiles que enfrentar a un rival que se llamase, por ejemplo "¡Trocanter!". No lo siento un chiflado sino un entusiasta. Me lo dijo sin dejar de masajearse la zona ("un cosquilleo, no pasa de eso") y me confíó que lo hablaría con Abeledo, su osteópata. Por decir algo le comenté que también lo era Swedenborg de quien Borges tenía sus libros en "la mesita de luz". Dijo saberlo y viendo discurrir cómoda la charla me preguntó si yo conocía porqué el hueso sacro se llama sacro.
--No.-
--Le cuento. Durante la Edad Media los anatomistas eran gente de la Iglesia. Y los primeros en descubrir que al quemar cadáveres de apestados, o herejes, debajo de la ceniza final permanecía intacto ese triángulo que cierra la columna y acaba sabemos dónde...Uno de ellos, ése que nunca falta, lo nombró "sacro" porque "al igual que con la Iglesia el fuego no podía con él". ¿Se da cuenta?"
Embobado, no abrí la boca. Tras palparse otra vez el cabezal del fémur, bajó la voz para pedirme que con cierta reserva le echase "una ojeadita a la zona" pues por el golpe pudiera estar negra ya. Y sin esperar, alzó su camisa y bajó un tramo del pantalón: "Yo no puedo verme. ¿Está muy dañado?" Aprecié un abultamiento moderado del tamaño de una molleja de corazón de novillo o una hamburguesa gigante y a la piel más rosácea que el resto. Agradeció, ajustó sus prendas y tras pagar su café me despidió dándome una palmada en el hombro. No sin decirme...
--Usted fue testigo de un milagro. De cien viejos que se caen como piedra y de costado, cien acaban como pilotos de sillas de ruedas. Aquí lo que sucedió... Sigamé, crea en lo que le digo. Vea, entre lo que usted acaba de ver en mi cadera y lo que sucedió en mi caída, algo no cierra. Fue un impacto de roca, de mamut. Para mi que Dios, que andaba omni suelto y omni atento dijo a éste debo darle una oportunidad. Y me la dió. Porque cuando puede, Dios es Dios. No tengo duda...¡Fue la mano de Dios! El la calzó justa, licuó en un relámpago el efecto choque y me salvó. No hay más explicación. Fue un milagro.
Tras salir del café reapareció en la vereda frente al ventanal. La sonrisa se le salía de la boca. Y detenido allí movió varias veces sus manos. Una para saludarme y muchas haciéndolas temblar, en claro aleteo y con el índice apuntando fijo al cielo.
Yo también sonreí.
Ya en casa me observé en el espejo del baño y comprobé que el símil de la molleja era correcto. Salvo el cosquilleo no asomaba amenaza de dolor alguno. Por las dudas, mi mujer dispuso árnica sublingual cada cuatro horas.
A no alarmarse. No pasó nada. O pasó todo: la mano de Dios se posó en mi fémur. Es el dato más colibrí que podría registrar.
Lo pondré en mi curriculum.