Son las siete de la mañana. En la radio comentan las trágicas consecuencias del tifón de Filipinas, donde hubo más de 10 mil muertos. Enciendo el televisor para saber la temperatura en esta primavera ciclotímica y dicen que todavía no se sabe quiénes profanaron la cripta de la catedral de Mar de Plata, donde el altar fue usado como baño y el mantel como papel higiénico. Que en Rosario, un hombre completamente desnudo, se subió a un taxi vacío para escaparle a la policía y que, al manejar, provocó un choque múltiple, atropellando a varias personas, pero que finalmente fue detenido. Que en Ensenada los padres de una alumna apedrearon la casa de otra, porque las dos niñas habían discutido. Que actualmente muchos jóvenes, en “la previa”, toman cerveza con lavandina. Que en Luján una madre golpeó, insultó y arrastró de los pelos a una profesora de Geografía porque le había sacado el celular a su hijo en clase. Que en Uruguay dos niños, de 12 y 14 años, mataron a puñaladas a otro, de 11. Que en una prisión de Corrientes un guardia soltó a dos presos para que se pelearan entre sí dentro de una jaula, una “riña-entretenimiento” que terminó con ambos púgiles gravemente heridos. Que las barras bravas de aquí, que la guerra de los trapitos de más allá, que las “pirañas” de las autopistas, que los chicos que van armados al colegio y disparan…
Son las siete y diez de la mañana y la cabeza me estalla. Cuánta locura alrededor. Qué pasa, qué nos pasa, cómo afrontar el día con tanto descontrol detonando al lado de uno.
Voy a consultar con una especialista, porque el tema me sobrepasa. Le pregunto a la psicóloga Liz Alcalay a qué atribuye este aluvión de gente desquiciada y me dice: “La locura se caracteriza por la falta de control de los impulsos. Hay una enorme tensión en la sociedad que, en la actualidad, está haciendo cortocircuito. La inflación, la situación económica, la inseguridad hacen que esa tensión esté aumentando. Y, por supuesto –agrega–, hay una notable crisis de valores, donde no hay conciencia de que los límites son saludables”. También, señala la licenciada Alcalay, los culpables son el nivel de corrupción, que es muy alto, y las instituciones que están al cuidado de la gente, que no lo hace, porque no funcionan.
Me pongo en el lugar de cualquier persona que, por la mañana, antes de iniciar su día laboral se entera de toda esta violencia, de la existencia de tantos individuos armados que disparan a diestra y siniestra, de tanta furia, de tanta ira, de tanto desborde, y me pregunto cómo podemos vivir así, en un estado de shock casi continuo y de tanta indefensión.
Padres violentos, hijos violentos, vecinos violentos, armas en manos de cualquiera, policías que a veces se confunden con los delincuentes y los asesinos, jóvenes insolentes y prepotentes en nombre de los derechos humanos, qué mundo loco, qué difícil resulta sosegarnos y mantener un equilibrio interno en medio de tanto estrés cotidiano. Necesitamos ayuda, protección.
Y, a propósito de todo este desmadre, recuerdo las palabras de Martin Luther King: “Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”.
Como “buenos hermanos” , diría yo, con el permiso de Martin Luther King. Porque, según el Génesis, también existieron Caín y Abel.
*Escritora y columnista.