Ramón espera sentado en el living. Café, las piernas cruzadas, un plasma algo alejado sin voz, los
diarios desparramados en el resto del elegante sofá. Deja caer la cabeza hacia atrás, haciéndole un
espacio en uno de los pequeños almohadones con fundas italianas, y se queda mirando el techo.
Sonríe, giocondino, enigmático, feliz, los párpados casi entrecerrados. Y deja correr los minutos
que faltan para que “ellos” vengan a dejar la huella digital de la derrota en el timbre
del edificio.
Ellos, cuyos rostros los años fueron esculpiendo sobre una piedra difícil de trabajar, vienen
serios, con la concentración que se invierte en las tareas duras, pero inevitables. Analizan las
cartas, la primera frase, las cifras, cómo pedirle perdón sin rebajarse demasiado. Disculparse es
forzoso, ineludible, pero hay que hacerlo sin bajarse los pantalones, dice el que maneja.
Son negocios, es la respuesta. Billetera mata rencor y principios, bien se sabe. No hay nada
que decir. ¿Cómo te va Ramón, aquí nos tenés, las vueltas de la vida, no? Je, je, je. Y chau:
¿cuánto querés, pibe?
—Te equivocás, si vamos así, perdemos. Nos está esperando con la servilleta puesta. Es
una luz el Negro. Soñó este momento mil veces. Que nosotros, los que lo despreciamos, vengamos al
pie. Nos ha imaginado arrastrándonos, implorantes, vacíos de amor propio, sometidos ante la opinión
pública. Y la verdad, yo siento que es así, que no tenemos vergüenza, que sería mejor largar todo a
la mierda antes que ir a tocar la puerta de este guacho, que nos va gastar con esa sonrisita que
tiene. Me lo veo en la puerta, relojeando a ver quiénes se atreven.
—No te preocupes. Al único que quiere es a vos, José María. Y vos te plantás y le
decís, lo más campante, “mirá Ramón, nos equivocamos, nos dimos manija mal, y ahora te
precisamos”. En cuanto te sentás, antes de que te ofrezca un café, le preguntás cuánto
quiere.
—Parece que no lo conocieras. Le decís eso y te arranca la cabeza. ¿De dónde sacamos la
plata, después?
—Le tiramos otro jugador al amigo hidalgo que tenemos.
—Pará con esa... al final, van a desconfiar de nosotros. Ya andan preguntando pavadas
hasta en Luxemburgo, lo sabés. No es así. Este tipo quiere que nos humillemos y hay que darle el
gusto. Le importa más eso que la plata. ¿Querés verso? Tomá verso. Después vemos.
Ramón voltea la cabeza y mira el reloj en la pared. Van a ser puntuales, lo sabe. Se promete
hablar poco, escuchar, medirlos.
Una sola cosa preocupa a Ramón. ¿Con qué cara le dice a esta gente de ahora que se va? Hay
algún tipo jodido ahí, que un poco en broma, un poco en serio, te dice que te cuides, a ver si
aparecés en una zanja. No el presidente ni el famoso conductor. Con ellos todo bien. Pero hay
alguien que le da un poco de miedo. Han invertido en él, le pagaron lo que no se puede creer, le
cumplieron, le dieron la chance del retorno cuando no lo pedía ni la selección de Trenque Lauquen.
De los pelos lo sacaron del olvido.
Los que ahora mismo doblan en la esquina de su casa buscando dónde estacionar, lo
ningunearon, le pasaron por arriba con sus aires de grandeza. Sería lindo volver, imponerles
condiciones, ser el dueño de todo. Es el momento ideal ahora que están en banda. No ganan nada hace
siglos. Con esos jugadores cómo no voy a ganar un torneo, tan siquiera. Les pido tres años de
contrato. O diez. Me van a dar lo que venga, lo que pida. Los basureo y les saco la plata. Pero con
esta otra gente, ¿qué hago?
En fin, después verás Ramoncito, se dice. Ahora date el gusto. Vamos a ver de lo que son
capaces, cuánto ofrecen, cómo se disculpan. El mazo lo tenés vos. Ellos ni cortan. De última, les
hacés creer que está todo bien y después los garcás. De una u otra manera, te la van a pagar. O te
les quedás con el estadio, les imponés condiciones y sos Gardel y Lepera o los dejás girando como
un trompo, dando explicaciones, bien calentitos.
El auto se detiene. El chofer deja caer su cabeza en el volante. No puede creer lo que vive.
Los demás le dan ánimo. Che, no es el fin del mundo. Pará con el miedo.
—No es miedo, es bronca, boludo. Un penal que metieran estos pechos fríos, y todo
estaba en orden. ¿Te das cuenta? Un penal.
—Bueno, pero no entró... salí de eso. Ahora hay que apechugar. En una hora nos vamos de
aquí con el estofado vendido. Este se muere por volver, ya vas a ver.
Ramón se sienta derecho. Sabe que el timbre está por sonar. Los intuye. Tiene que
concentrarse para no reír cuando les abra la puerta. No sabe por qué piensa en los diarios y los
canales del sistema. Todos quieren que vuelva, es un asunto que vende. Son tan jodidos que si no
les da el gusto, por ahí lo empiezan a matar. Los imagina con menos escrúpulos que esa gente que
ahora mismo está llegando.
Los visitantes avanzan. Se detienen ante la entrada de vidrio y se ven en un espejo nunca
imaginado. Ramón oye el timbrazo.
—Abra, señora, son unos amigos que estoy esperando.