Lo primero fue la tierra. Después, en ese orden, el aire, el fuego y el agua. No expongo ningún mito, sino el cambio de signo político de los elementos. La tierra cambió con la quita de retenciones y con el levantamiento del cepo. Dicen que, de pronto, el campo se volvió de nuevo productivo y la renta agraria derramaba su poder curativo sobre los pueblos agrícolas (¡Oda a los ganados y las mieses!).
Después se descubrió que, en el aire, los vuelos aerolíneos que más plata perdían eran los que iban a Nueva York. La razón es sencilla. El personal de a bordo (así me lo explicó la comisario en mi último viaje) se reserva ocho de las mejores butacas de la clase turista para su “descanso”, amparado en regulaciones aeronáuticas que así lo disponen para vuelos superiores a 12 horas (pero el de Nueva York tarda menos que doce horas, argumenté sin éxito). Ocho mil dólares por vuelo, multiplicado por la cantidad de vuelos anuales: no hace falta más. El aire se volvió transparente a nuestro alrededor y los vientos de la historia comenzaron a soplar su canto justiciero.
Justo antes de que el invierno comenzara su cruda cacería de pobres, ancianos y desprotegidos, el aumento del gas nos volvió prudentes. No a todos: mi amigo Beto recibió la cuenta de Vulcano y casi se desmaya: 5 mil pesos (su casa es grande). La riqueza que los pueblos agrícolas comenzaron a contar antes de tiempo se disolvió en la llama fría de la calefacción hogareña.
Finalmente, le tocó el turno al agua, que desde siempre, desde mucho antes de la Década Ganadora, fue lo más barato porque era lo que más abunda, lo que nos inunda, lo que nos arrastra en corrientes de inconsciencia edilicia y urbanística. De pronto los pequeños propietarios empezamos a recibir cuentas de mil pesos, que no dependen del consumo sino de los metros cuadrados que uno habita. No sé qué hará mi amigo Beto, cuya casa aparece, además, catalogada en “barrio caro”.
Dicen que hay tarifas sociales, pero a nosotros no nos tocan. “Dicen que...”, pero es un mito urbano. Habría que ser más pobres todavía para aspirar al beneficio de calentar el agua o de regar las plantas.
Una vez completado, el ciclo recomienza, porque tratándose de elementos naturales el ritornello es su lógica. Se descubrió que algunas personas pretendían enterrar fortunas o, como se dijo: sembrar la tierra con billetes verdes que germinarían más adelante, multiplicados. Los ángeles vaticanos volaron por el aire argentino con cheques rechazados como armas, el fuego se volvió eléctrico porque, después de todo, mens sana in corpore sano, y los clubes deportivos reclamaron un subsidio que se les otorgó, graciosamente. En cuanto al agua, se descubrió que las cocheras donde duermen los autos pagarían fortunas sin usar el líquido elemento.
Proliferaron los amparos contra una espiral tarifaria descontrolada y un poco irresponsable. Los responsables de emitir las órdenes de cobro reconocieron haberse equivocado. Se emparchó lo que se pudo sin que se supiera bien qué era.
Alguien llegó a pensar que las boletas se emitían deliberadamente infladas para crear un clima destituyente, para aumentar el caos que aterra, la hoz de la guerra. Esa misma persona (el ciclo comenzaba de nuevo) subrayó que si se expropiaban las propiedades mal habidas (estancias, hoteles, terrenos) se podría incluso comenzar con un proceso de reparto de tierras para los que nada tienen: ¿la revolución agraria?
En estado natural, los elementos alcanzan su punto de equilibrio muchas veces incomprensible para el ser humano (que ve catástrofes allí donde hay sólo transformación de la materia en energía). En estado político, en cambio, son un laberinto donde todos nos perdemos porque dejamos de entender la lógica de una gobernabilidad que avanza a tientas para transferir la renta de la explotación de un elemento a otro, como si fuera un circuito cerrado que a nosotros nos expulsa: la renta de la tierra a la creación de rutas aéreas, la renta del gas al tendido de redes para la distribución de agua potable y la renta del agua para la transformación de los caminos en autopistas. ¿Y nuestra vida, qué?