Leo en Pensar, inspirado libro del portugués Vergílio Ferreira (1916-1996), el aforismo 562. “Puede que un libro de Kafka se lea una sola vez, pero ha de pensarse muchas veces. Un libro de Flaubert o de Eça de Queiroz puede leerse muchas veces, pero pensarse sólo una. Pregunta: si después de leerlos sólo pudieras quedarte con uno, ¿cuál guardarías en la biblioteca?” Pero mi intención no es reflexionar sobre esta idea que merece ser pensada muchas veces, sino hablar justamente de Eça de Queiroz (1845-1900), a quien nada parece llevar hoy a leer, ni siquiera una vez.
Durante mucho tiempo pensé que Eça era una mujer, a partir de la existencia de un libro suyo en la biblioteca de mis padres. En realidad se llamaba José María y la última edición española de La reliquia, una de sus novelas, viene con una faja que dice así: “Uno de los más grandes escritores de todos los tiempos. Jorge Luis Borges”. No encontré la cita y en el prólogo de El mandarín para la colección de Hyspamérica, Borges dice algo menos hiperbólico: que su colega era “un hombre de genio” (que no es lo mismo que un genio a secas) y que murió el mismo año que Oscar Wilde, con el que “se hubieran entendido admirablemente”. No leí El mandarín en esa edición sino en una curiosa colección de venta en kioscos del diario Crónica, cuyo interior afirma estar impreso en Colombia en 1994, pero la tapa es argentina y consigna el precio de un peso.
El prólogo colombiano no es de Borges sino de un tal Fernando Pequeño, que se muestra decidido a evitar que el lector pierda su tiempo en las páginas siguientes. Tras despachar a Queiroz como un afrancesado imitador de Flaubert, lo remata con esta frase: “El estilo es pulcro, cuidado, meticuloso, moroso, detallista en las descripciones, lo que le lleva a ser lento y monótono en el desarrollo de la acción, como ocurre en El mandarín, en el que se extiende en exceso en descripciones secundarias”. Y como si esto fuera poco concluye que el sentido de su obra es “educar, moralizar, denunciar vicios y corregirlos”.
Parece lógico que el libro que cuesta doscientos pesos se proteja con la autoridad de Borges mientras que el de un peso suponga que el lector no va a lamentarse por el dinero perdido y concluya que se le puede decir la verdad: que el autor es un plomazo y de los antiguos. Sin embargo, la lectura de Ecos de París, una recopilación de notas desde la capital francesa para el diario brasileño Gazeta de Notícias, muestra no sólo un escritor extraordinariamente ameno, sino a alguien capaz de una gracia y una ironía formidables, cualidades que bien querría encontrar uno en los periódicos actuales.
Todas las presentaciones de Queiroz destacan su famoso estilo, para señalar de paso su veta flaubertiana. Pero ¿qué diablos es el estilo, finalmente? Pequeño, entre otros, lo describe como un esfuerzo de orfebrería que apunta a clarificar las palabras y la sintaxis “para, una vez recogido el lector, atender al contenido de la obra” (la frase vuelve casi imposible evitar la tentación de una broma) y lograr así sus objetivos moralizantes. Pero el estilo es más bien lo contrario. Basta la breve novela El mandarín, una historia fantástica que viaja desde el anémico Portugal finisecular a una China exuberante, para establecer que el estilo de Eça trabaja en el sentido opuesto: se trata de pulir el texto hasta que logre decir algo completamente distinto de lo que sugiere en principio, tanto porque desmiente cada construcción de sentido con la que sigue como por la capacidad de hacer pasar por moralista lo amoral o por ensamblar la ficción desaforada con la autobiografía (Aira, por ejemplo, suele hacer esto último). El estilo es lo que, lejos de reforzar la arrogancia del lenguaje, le devuelve la ambigüedad. No sé si hay alguna otra cosa a considerar en la literatura ni si, en esos términos, se puede ser menos antiguo que Eça de Queiroz.