Resfriado, me dedico a tirar correspondencia. Muchas invitaciones, programaciones mensuales de instituciones culturales y, sobre todo, cuentas. Como pago desde hace años los servicios con débito automático, no abro los sobres en los que me mandan los informes mensuales, salvo cuando tengo que pasarlos al cartapacio donde los archivo definitivamente.
Las cuentas de gas y de electricidad incluyen siempre un boletín muy breve y colorido que nunca leo, de modo que no sé de qué tonterías los publicistas han convencido a los administradores de esas empresas que nos informen. Los resúmenes bancarios llegan, por lo general, con promesas de felicidad y ofertas de créditos a tasas usurarias. La cuenta de la televisión por cable incluye una revista totalmente inútil, mal diseñada y peor escrita, y la de telefonía celular ofrece modelos siempre más nuevos y más disparatados de artefactos multipropósito.
Los sobres de las tarjetas de crédito son los más abultados: incluyen dos fascículos, uno con “ofertas” mensuales (todas fuera de mi alcance y, sobre todo, de mi deseo) y otro con listados de “premios” por los puntos acumulados, impresos en papel carísimo y con gran abundancia de fotografías. Apenas los miro, antes de tirarlos.
Como pago las tarjetas de crédito a través de la red, que me avisa con rigor sobre los vencimientos, podría prescindir de esos envíos, sobre todo porque los bancos me cobran, por la “emisión de resumen”, $ 8.50 mensuales. Varias veces he intentado que suspendan el envío de esa información que no necesito, hasta ahora sin éxito.
Cuando termino de ordenar los papeles, he juntado una bolsa entera de residuos que el capitalismo posindustrial ha producido especialmente para mí y por la que, además, tengo que pagar. No me extraña: sabemos desde siempre que nuestra cultura es sólo un gigantesco dispositivo de producción de basura. Una amiga, cuando se compra ropa, exige invariablemente que se la entreguen sin packaging. No es fácil, porque “en caso de devolución...” (pero ella dice que, de otro modo, no compra). Cuando nos alcance el inminente colapso, tendremos al menos la conciencia tranquila.