Cristina Kirchner y Mauricio Macri no sólo tienen estilos diferentes, sino que representan los extremos opuestos de dos distintas lógicas de la acción política. La transición entre una y otra ha sido inesperada y abrupta, y la opinión pública se ve todavía un poco sobresaltada y desorientada. En las últimas dos semanas, las actividades políticas del Presidente se superpusieron con las de la ex presidenta en Buenos Aires. Eso despertó reiterados análisis sobre las oportunidades y las reacciones de ambos, pero también ha sido una buena ocasión para comparar ambas figuras en simultáneo.
Para empezar, los estilos de liderazgo de Cristina y de Macri no pueden ser más distintos. Si Cristina tenía un estilo rígido y de “manos adentro” (estaba compulsivamente pendiente de todos los temas), Macri tiene un estilo más descontracturado e informal, y de “manos afuera” (otorga mayor libertad a sus subordinados). Por otro lado, el actual presidente no cree tanto en la inmediatez de los anuncios mediante la comunicación directa con el público (ya sea en el atril, en el palco de tribuna o en la cadena nacional) como en la efectividad y el más lento impacto de las acciones concretas. Macri no es vistoso, es un resultadista.
Esa diferencia es bien visible en los diseños comunicacionales de sus administraciones: mientras que la comunicación del gobierno anterior era centralizada, cerrada, unidireccional, con amigos y enemigos claros, y se sustentaba en la gran potencia dramática de Cristina frente al micrófono, la del gobierno actual es más descentralizada, abierta al periodismo, con herramientas 2.0, dirigida a un público más amplio, y se sustenta más en la lógica de la argumentación tematizada en asuntos puntuales. En efecto, Macri no cree tanto en el elogio del pueblo como en el orden administrativo, ni en la verticalidad del mando como en la evaluación de los resultados de las políticas.
Una caracterización de este tipo, meramente descriptiva, es aplicable a cualquier gobernante del mundo. Pero lo interesante no es indagar sobre los rasgos intelectuales o temperamentales de los líderes políticos sino en el trasfondo del asunto, porque el poder político nunca es una capacidad personal sino una relación social. Dicho de otro modo, la personalidad de los líderes puede tener cierta relevancia, pero no es una explicación suficiente del comportamiento político de una sociedad. De hecho, en nuestro país cada uno de estos dos estilos tiene defensores y detractores acérrimos. Lo que ocurre, en realidad, es que ponen en la superficie dos culturas políticas diferentes, arraigadas en la Argentina desde hace casi dos siglos.
Centros. En una breve tipología de estas dos culturas podría decirse que para una de ellas el poder político debe tener un solo centro neurálgico, mayoritario y nacionalista, recurriendo con frecuencia a la movilización callejera. La otra, en cambio, reconoce la legitimidad de otros lugares de poder (el Congreso, los tribunales, la Iglesia, los medios, etc.), busca consensos y acuerdos, es cosmopolita y reproduce su legitimidad a través de la negociación. En otros planos, las diferencias se evidencian en la dicotomía entre el movimiento y el partido, entre el consumo interno y la conquista de mercados externos, entre los modos tradicionales de acumulación y financiación política por un lado y los nuevos paradigmas entre la política y la sociedad por el otro.
Gracias a la impronta del liderazgo de Raúl Alfonsín, estas dos culturas (o subculturas, si se quiere) pueden convivir en un mismo país, y estas profundas contradicciones ya no llegan a mayores. Sin embargo, hay un desfasaje en la lucha política entre una y otra. Cada una de ellas intenta competir con la otra no sólo electoralmente sino también poniendo la discusión bajo sus propios parámetros, tratando de jugar en su propia cancha para evaluar la capacidad y hasta la legitimidad de su poder, y por supuesto, la de sus líderes. Así, si Cristina ostenta su poder de convocatoria en un acto, Macri subraya la extemporánea intolerancia de su discurso. El kirchnerismo ha llevado casi al extremo una cultura a la que le cuesta convivir con las alternativas, las críticas y los límites (institucionales y/o judiciales), y Macri lleva al extremo su “poder blando” frente a sus interlocutores. De allí que sea cierto aquello de que, en cierto punto, a Cristina le conviene el contraste con Macri, y a Macri el contraste con Cristina. Ellos (y muchos de sus seguidores) se consideran recíprocamente el epítome de la antipolítica.
Ahora bien, lo importante es no quedar atrapados en este callejón sin salida al que la historia y también los medios y los periodistas que se fascinan con este melodrama insisten en empujarnos. ¿Estamos ante un empate de poder, como podría suponer una lectura lineal del resultado del ballottage y del retorno de Cristina? No creo. Pero tampoco creo que no pueda producirse. La clave está, una vez más, en el comportamiento del peronismo: a su flexibilidad organizativa e ideológica debe sumarse su ductilidad para tributar a ambas culturas políticas. En efecto, el peronismo puede cerrar filas en los patrones mayoritarios (como bajo los liderazgos de Menem, Néstor y Cristina) o abrirse a orientaciones más propias del radicalismo y el PRO (como bajo los liderazgos de Cafiero y Duhalde).
Como después de la derrota de 1983, el peronismo podría experimentar una renovación de su ideología, sus prácticas y su dirigencia. Ello estaría en sintonía con la idea de que estamos viviendo una transición política. Pero el peronismo también podría volver a tener un líder mayoritario indiscutido y acatado sin reparos, como ocurrió cuando el triunfo de Menem en la interna de 1988 sepultó el proyecto renovador. La vuelta de Cristina sirvió para recordarnos que en política ningún futuro está dado de antemano, y que las culturas y los estilos de liderazgo siguen estando todos disponibles.
*Politólogo. Presidente de la Sociedad Argentina de Análisis Político.