Durante la dictadura militar, me resultaba de un coraje admirable la actitud de Hebe de Bonafini. No importan los errores instrumentales ni los matices, lo que sí importa es que este grupo de mujeres logró darle centralidad al problema de la represión ilegal, y que, con persistencia y enjundia a pesar del paso de los años y de su propio envejecimiento, mantuvieron vivo un tema que hace, como Argelia para Francia, a los subsuelos simbólicos de nuestra historia reciente. Sin esa entretela crucial de la lucha armada de los 70 la Argentina no se entiende.
Conocí a Hebe de Bonafini a principios de 1984 en la puerta del Teatro San Martín, en la calle Corrientes. Para los jóvenes con inquietudes intelectuales, la calle Corrientes con sus librerías de viejo, cines y teatros, en aquella época, era una galería a cielo abierto. Bonafini, que ya era un mito planetario, andaba sola y se puso a conversar conmigo sobre un punto específico: Alfonsín había previsto una primera etapa de juzgamiento de los represores con un tribunal militar, pero si ese tribunal no se expedía en un plazo perentorio, las causas pasaban automáticamente a la Justicia penal común. Los dos queríamos que los represores fueran rápidamente juzgados, pero Hebe pensaba que ese tribunal militar previo no debía existir, y yo, que sí. Discutimos una media hora sobre eso, sin ponernos de acuerdo. Creo que el tiempo me dio la razón.
Dos décadas después, Hebe no sólo festejó el atentado a las Torres Gemelas del 11S y se embanderó con el gobierno populista y corrupto de los Kirchner, sino que cometió dos grandes errores. Su discurso sobre derechos humanos necesariamente tenía que ser agresivo, pero al extrapolar esa agresividad deslenguada a la arena partidaria, al aplicar el mismo cartabón para defender a los Kirchner y desacreditar a todos los que hacían objeciones (de Bergoglio a Lorenzetti), comenzó a desviar el objetivo. En segundo lugar, al aceptar prebendas y canonjías, al mezclar su organización con la construcción de casas de cartón que nunca se hicieron y con una serie de negocios turbios, manchó la causa noble.
En este contexto, ¿cómo se explica su larga reunión con Bergoglio en el Vaticano, esa suerte de nueva Puerta de Hierro, después de haberlo injuriado? Está bien que la recibiera, pero ciertas deferencias nos dejan perplejos. Bergoglio simpatizó con Guardia de Hierro, un grupo peronista más bien de derecha que en los años 70 se oponía a los montoneros y a la violencia armada. Hebe, al contrario, jamás dejó de reivindicar el comportamiento de los jóvenes setentistas que tomaron las armas para implantar de prepo un gobierno de izquierda, ilusionados con el oxímoron de un peronismo revolucionario, en la línea de John William Cooke. Porque una cosa es condenar a los represores, lo que la mayoría de los argentinos hacemos, y otra muy distinta es avalar a los violentos que ponían bombas, secuestraban y mataban. Es decir que si bien Bergoglio y Hebe podrían ser ambos peronistas, lo son de características bien distintas. Lejos está Bergoglio de ser, como pretende el estrafalario filósofo Gianni Vattimo, un revolucionario marxista; es sólo un peronista ortodoxo. Pero ese mínimo común denominador, ser peronistas, dice más que las disidencias: nos habla del triunfo del pueblo sobre el individuo, del triunfo de la Argentina católica y populista sobre la Argentina liberal y capitalista, del triunfo del nacionalismo sobre la globalización. Y eso no es poco.
Por ende, el ensamble sinfónico de Bergoglio y Hebe en Roma no es otra cosa que volver a juntar los átomos que se dividieron en los 70, que entraron en combustión en Ezeiza en 1973 y que volvieron a chocar durante el gobierno de Néstor Kirchner, las piezas sueltas del Rasti peronista en la diáspora. Sólo un gesto, pero un gesto inquietante: para ellos, sólo el pueblo mítico peronista es pueblo.
*Escritor y periodista.