Esta columna, la más breve, me enfrenta a los fantasmas de la austeridad, la concisión, el recato. Todas cosas que me parecen un poco sobrevaloradas.
La culpa la tienen esos manuales de inglés modernos con los que di clases en institutos que capacitaban abogados, empresarios, médicos. Mis alumnos debían aprender a escribir tesis de tres párrafos sobre algún tema irrelevante con dos puntos de vista opuestos y tirantes. Y el libro rezaba: “Recuerden las tres C”.
Las tres C eran clearness, conciseness y alguna otra que olvidé. ¿Calamity? ¿Charisma?
Mientras pienso en mi columna, paseo disfrazado por el caserón donde filmo en el Tigre. Las esperas son eternas. La casa es vacía, austera. Me asalta el mismo desamparo de no recordar la otra C importante. Restos de altares, retratos de curas, puertas obturadas y camas en cuartos numerados hacen pensar que esto debe haber sido un convento. Trato de imaginar esta vida austera donde todo tiene aspecto de cáscara. Sólo camas y cruces. Como si no hiciera falta nada más. Un cartel en el comedor impone, sic: “Prohibido jugar al fútbol o cualquier disciplina que utilice pelota”. La austeridad limó cada rincón de esta casa gigantesca: no sólo laqueó la gramática de sus carteles, sino que prohibió también la compañía inocentona del balón. ¿Qué daño podría haber causado a estas almas en Babia? Ninguno. Pero la austeridad consiste en ir suprimiendo todo lo que sobra para descubrir qué es lo esencial.
En la austeridad hay una férrea voluntad de sacrificio, o una de aburrimiento gratuito. De ambas entiendo poco.