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De la canallocracia

Leer Don Quijote en 2025. Es decir, 420 años después de su primera publicación. ¿Alguien tiene miedo? ¿Tedio? ¿Aprehensión? No lleva fecha de vencimiento ni tampoco de primera vez. Aunque no sea noticia en los diarios ni aparezca en posteos de influencers, es sorprendente la cantidad de gente que ya lo ha leído, y aún más, que sienten la necesidad de volver a leerlo, muchos con una frecuencia establecida (Carlos Fuentes decía que lo leía cada dos años), como si esa novela tuviera un efecto especial. Lectura gozosa, cercana, llevadera.

Otros se preguntan si tendrían que leerla, si la leerán alguna vez, si es un texto añejo, o sigue vigente; quizá más que nunca, ya que en este presente anquilosado parecen necesarias las quijotadas. No aquellas regidas por el espectáculo, las burlas, los aplausos o el éxito. Lo quijotesco es gallardo; una libertad no libertaria: humanitaria.

¿Qué hay en esta novela de casi mil páginas –teniendo en cuenta las dos partes, la primera de 1605 y la segunda, 1615–, que provoca un apego tan particular, diferente a otros libros, leída como la Biblia, pero sin dictámenes, culpas, ni pecados, desordenando la vida, jugando con la invención, las máscaras, las palabras, el dolor, las calenturas, el hambre, la guerra, el amor?

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En varias ocasiones lo dije, se trata de una novela cebolla, las capas la vuelven modernísima, y sin afán de trascendencia como tenía Joyce al anunciar por escrito que mantendría ocupados a los críticos durante varios siglos desentrañado el sentido del Ulises.

Cervantes, en cambio, escribió una novela popular en su tiempo, que sigue siéndolo ahora, aunque demoremos unas páginas en adaptarnos el español del siglo XVII. Aviso que no es nada difícil. Apenas damos con el tono, la lengua fluye, despertando palabras que nos devuelven la historia. Y más allá de las aventuras que se suceden y nos mantienen sumamente entretenidos, la estructura es de una complejidad deliciosa. Se habla de Don Quijote como caballero andante, pero en realidad, el protagonista es un Lector. Así, con mayúsculas. Un gran lector que comprende la finitud de la vida. ¡De su propia vida! Y como le queda poco (también al propio Cervantes, ya que muere al año siguiente de la publicación de 1615), Alonso Quijano (el nombre del lector al que me refiero, personaje que anida debajo de la armadura ficcional de Don Quijote), decide valerse de lo leído ¡para proseguir la vida en tanto personaje! Así, en las primeras páginas de la novela, Quijano se propone recorrer la Mancha a la manera de los caballeros andantes, renovando no solo su vida, sino también el género de las novelas caballerescas (y Cervantes acabando con ellas). Primera capa de la cebolla: el protagonista se llama Alonso Quijano y es quien inventa a Don Quijote a partir de sus lecturas. Segunda capa: el supuesto creador de esta historia no es más que un “segundo autor”. Ya que el autor (y no estamos hablando de Cervantes, sino de un personaje inventado) es descubierto unos capítulos más adelante por este segundo autor y se llama Cide Hamete Benengeli que además la escribió en árabe. ¡Ojo! ¡Lectores! ¡Eso es ficción! Tercera capa: como está escrito en árabe, el segundo autor (dentro de la novela) necesita de un traductor para poder transcribir la historia, entonces acude a un joven moro bilingüe que se la va traduciendo mientras él la escribe. Podría seguir con más capas, estas son solo las del primer Don Quijote de 1605. En el de 1615, es aún más gozoso, aventurero y audaz. Pero como dije al principio, sobre todo humanitario.

Vale recordar las primeras dos palabras del prólogo: “Desocupado lector”. Más allá de la derivación en el índice del desempleo, Cervantes apela al espacio vacante, la libertad de alojar historias de otros que seguramente repercutirán en la propia. Es una novela de muchas novelas, personajes inolvidables y aventuras de lo más diversas, jocosas y dramáticas.

En otras ocasiones mencioné el ensayo de Foucault sobre Don Quijote, o la introducción de Vargas Llosa. Esta vez acudo al poema de Rubén Darío: Letanía de nuestro señor Don Quijote. El comienzo ya es indicio de la ilusión invencible: “Rey de los hidalgos, señor de los tristes, que de fuerza alientas y de ensueños vistes”.

¡Cuánto bien le haría al mundo que sus actuales mandatarios leyeran esta novela, escuchen el audiolibro o a una sherezade! Un capítulo por noche, al menos hasta que lleguen al discurso de las armas y de las letras (el 38). Quizá en algo se modifique sus endurecidas almas, gastadas de poder sin poder nada, responsables irresponsables de la “canallocracia” en la que vivimos, palabra anunciada por Rubén Darío en su poema sobre Don Quijote.