Hace unos días fui invitado, un poco por azar, a un cumpleaños. Yo era el mayor de todos (algún día me tenía que pasar) rodeado de narradores, poetas y periodistas más bien jóvenes, algunos inéditos y otros que ya habían dado el mal paso. De repente, alguien elogió a cierto editor periodístico porque en el suplemento donde trabaja “se le da mucho espacio a la crónica”. Y entonces, espontáneamente, surgieron un sinfín de elogios a la crónica como género, como si la crónica fuera un tipo de escritura interesante a priori, como si despertase, al menos entre ese grupo de festejantes, una fascinación mayor que la novela o el poema, por no referirme al ensayo literario (que no fue mencionado en toda la noche). ¿En qué momento se convirtió la crónica en un género prestigioso? ¿Es realmente así? ¿Está la crónica de moda? Y mientras la conversación continuaba, me puse a pensar en las revistas que yo leía en mi primera juventud, como El Porteño. Eran revistas que daban mucho espacio a la crónica, pero a nadie se le ocurría llamarse “cronista”. No hace falta mencionar mi gusto –como lector– cuando me encuentro con crónicas sutiles y agudas (si no recuerdo mal, escribí sobre eso la semana pasada), pero tiene algo levemente absurdo proponerse, afirmativamente, ser cronista. O, en todo caso, los riesgos son los mismos que alcanzan al novelista extremadamente consciente del lugar de la novela en la sociedad; es decir, el academicismo o directamente la literatura de mercado. Si la crónica tiene algo interesante reside en situarse a mitad de camino entre la literatura, el periodismo, la autobiografía, el ensayo, el cuaderno de notas. O mejor dicho: no a mitad de camino, sino poniendo todas esas materias primas en combustión, en ebullición, hasta lograr una escritura inclasificable.
El encanto de la crónica reside en su resistencia a convertirse en un género mayor. Mantenerse como una escritura lateral, descentrada, instituyente, es la condición necesaria para que la crónica siga teniendo algo interesante para decir, más en estos tiempos en que se encuentra amenazada por el creciente interés que despierta en el campo de lo mainstream: grandes editoriales que publican libros de crónicas, suplementos culturales que le dedican espacio, tesistas que investigan sobre ella, e incluso gente como yo, especialistas en amenizar el domingo, que escriben sobre estas cuestiones.
María Moreno viene, desde hace años, merodeando sobre estos temas. Obviamente en sus crónicas, pero también en sus artículos sobre el asunto, en algún curso que dictó, e incluso en su condición de editora. Ahora, la editorial Eterna Cadencia acaba de lanzar una colección de crónicas, dirigida por Moreno, de la que aparecieron sus dos primeros volúmenes, ambos notables: ¡Arriba las manos!, sobre temas policiales (seleccionadas por Ariela Schnirmajer), y Cosmópolis, sobre viajes (seleccionadas por Beatriz Colombi). Son libros repletos de textos mordaces, inteligentes, antisolemnes, que dan cuenta de la historia de la crónica latinoamericana, en autores que van de Salvador Novo y Lucio V. Mansilla (¡siempre geniales!), a los más toscos Amado Nervo y Neruda, pasando por la prosa brillante de Julián del Casal y Eduardo Wilde, la ironía moderna de Gutiérrez Nájera y la ironía levemente esotérica de Soiza Reilly. Pero sobre todo, hay un descubrimiento (¡al menos para mí!). Me refiero a Laurentino Mejías, comisario de profesión, de quien –en ¡Arriba las manos!– se incluyen dos imperdibles artículos, tomados de La policía por dentro, de 1911.
Antes de terminar, un mensaje para mi mujer, hijos, jefes y compañeros de trabajo: para comunicarse conmigo esta semana, búsquenme en las librerías de viejo donde estaré tras un ejemplar de La policía por dentro.