De Narváez propone el encanto de la sobriedad. Un sentido de la diplomacia inspirado en la educación. Refinamientos que le permiten diferenciarse, sin descalificar ni agredir al otro.
La civilización del lenguaje de De Narváez remite a los códigos culturales de un Scioli ostensiblemente más prolijo. Pero condicionado por el voluntarismo equiparable.
Si Scioli, desde la Línea Aire y Sol, impulsa la ideología del vitalismo (“con fe, entusiasmo, siempre para adelante”), en la retórica de De Narváez se asiste a la ideología pragmática de la resolución. “De problemas concretos”. Detectados sin mayor originalidad, a partir de las tendencias que marcan las consultoras. Por los “equipos técnicos” que avalan su proyección, desde las instalaciones post modernas de la plenitud de Las Cañitas. Pero la construcción de De Narváez como referente opositor es colectiva. Emerge como El Elegido, producido para la sociedad que se percibe agobiada. Es El Elegido para asestarle a Kirchner el golpe decisivo. La letalidad de una derrota. El voluntarismo, también aquí, es, para emular a Sebreli, un “deseo imaginario” también colectivo.
La otredad le descubre los méritos, hasta agrandarlo, acaso en exceso. Sólo por haberse transformado en el canal desde donde puede desagotarse la fatalidad del kirchnerismo, que legitima el agobio.
Pero De Narváez se consolidó, en el rol inesperadamente privilegiado, después de doblegar, a golpes de impulso –y sobre todo por presencia de billetera dispuesta–, a Felipe Solá, el habilidoso saltarín que se preparaba, a los efectos de encarar el desafío sustancial de hacerle frente a Kirchner.
Ahora Felipe Solá debe conformarse, en cambio, con llevarle la guitarra a De Narváez. Para que cante. Hacerle “el acompañamiento”.
Como Ulises Dumont al expresivo Carella, en El acompañamiento, la óbrita de Gorostiza. Para lo que Solá aporta, es bastante.
“La fe y la esperanza”, que reproduce el “airesolismo” de Scioli, en De Narváez se suple, hasta aquí, por la consigna buenista, casi amable, de “hablarle a la gente”. “De sus problemas”.
“La gente”, como categoría, es un concepto aportado, en la Argentina, por el político noventista Carlos Alvarez, alias “el Chacho”. Una presencia, “la gente”, fatigaba el discurso de aquel sofista porteño. Desde la palabra y la barrial capacidad para el armado, Chacho llegó a la vicepresidencia de la nación. Sitial del que se escapó, con pretextos ridículamente loables. Sobre todo cuando Chacho pudo percibir que se le derramaba el apoyo de “la gente”.
Más aún, que “la gente”, como consecuencia de las decisiones de gestión, comenzaba a insultarlo. En las diletancias estructuradas de Alvarez, como en el voluntarismo de De Narváez, “la gente”, como concepción, emerge como suplantación del concepto “pueblo”. La palabra “pueblo” prácticamente dejó de utilizarse en el discurso político post moderno. Porque inmediatamente, el concepto “pueblo” alude al riesgo excesivo del populismo. Calificación ampliamente desechable, que habilita la idea de imposibilidad de un “gobierno popular”. Alucinación que debiera convivir, en todo caso, con la descalificación peyorativa de “populismo”.
A pesar de los esfuerzos intelectualmente inofensivos de Ernesto Laclau, el ensayista que privilegian los pocos que adhieren al oficialismo y aún leen, para la frivolidad preelectoral de esta legislativa inflada, utilizar, como De Narváez, cada dos frases la palabra “la gente” resulta casi elegante. Es funcional.
Menos chocante, para las almas sensibles que aspiran a desprenderse del kirchnerismo, que pronunciar, cada dos frases, la palabra “pueblo”. Un retroceso del que debe alejarse cualquier político post moderno. El riesgo de De Narváez no consiste entonces en el populismo. Es el “gentismo”. Concepto que también podrá utilizarse, si se expande, muy pronto, como otro neologismo de descalificación.
Escritor y periodista.
Extraído de www.jorgeasisdigital.com