Al presidente Mauricio Macri le resulta más fácil desprenderse sin sobresaltos de Alfonso Prat-Gay como ministro de Hacienda que pedirle a su amigo Gustavo Arribas, jefe de los espías argentinos, que dé un paso al costado hasta tanto se aclaren las sospechas de que giró dinero desde Brasil para pagos inconfesables en Argentina.
Macri lo ubicó al frente de la Agencia Federal de Inteligencia por la historia de afinidades y negocios compartidos, tanto que Arribas regresó a la Argentina y por sugerencia de Juliana Awada se instaló en el departamento que el matrimonio presidencial ocupaba en Libertador y Cavia antes de mudarse a la quinta de Olivos.
Previo al coletazo del Lava Jato, el Presidente había delegado en Arribas la cirugía política sobre los jueces y fiscales federales de Comodoro Py, luego de que Daniel “El Tano” Angelici dejara la línea de fuego para evitar las arremetidas de Elisa Carrió. Arribas invitó a los magistrados a comer, a brindar, y los asaltó con preguntas sobre la marcha de causas de corrupción. No a todos, sólo a aquellos que consideraba afines.
Sin embargo en un par de semanas, el jefe de los espías quedó adherido a la red pegajosa de investigaciones judiciales y ahora es rehén de los tiempos de los jueces, de sus cálculos para acelerar o demorar las causas; parte de la esencia inconfundible de Comodoro Py. En pocos días, gracias a la denuncia por el dinero negro, la suerte de Arribas quedó en manos de tres jueces federales: Marcelo Martínez Di Giorgi tomó la presentación de Graciela Ocaña porque ya venía investigando los sobornos de Odebrecht; Elisa Carrió se presentará el martes en el juzgado de Rodolfo Canicoba Corral para ratificar su propia acusación, y Sebastián Casanello debe decidir si se queda o deriva a un colega la denuncia presentada por el kirchnerismo.
Mauricio Macri va a sostener a Gustavo Arribas por las confidencias compartidas, pero el anhelo de transformarlo en el ejecutante de sus deseos ante la Justicia se evaporó demasiado rápido bajo el calor de enero.