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De periodista a diputado

Cuando me preguntaba si aceptar o no la candidatura a diputado nacional que me había ofrecido Elisa Carrió, uno de mis pensamientos recurrentes era: ¿cómo hago, si no acepto, para seguir criticando a la clase política, en general, y a la misma Carrió, en particular, si cuando me ofrecen participar digo que no?

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Cuando me preguntaba si aceptar o no la candidatura a diputado nacional que me había ofrecido Elisa Carrió, uno de mis pensamientos recurrentes era: ¿cómo hago, si no acepto, para seguir criticando a la clase política, en general, y a la misma Carrió, en particular, si cuando me ofrecen participar digo que no? Bien se sabe que la política es el más alto y el más bajo de los oficios. Superior a cualquier vocación cuando se la ejerce respetando los principios y pensando en el interés general. Más abyecta que cualquier forma de prostitución cuando se torna instrumento para la obtención de prebendas, especialmente en un país en el que la pérdida de la democracia de ayer y la falta de República de hoy han traído los horrores que conocemos bien.
Sin embargo, extrañamente, el pasaje de escritor y periodista a candidato a diputado fue percibido por mi entorno como cualquier cosa menos como el cumplimiento de una vocación. El cargo de la prueba se invirtió rápidamente y tuve enseguida la sensación de que, si antes era injustificadamente considerado inocente por el simple hecho de criticar a la clase política, ahora era injustificadamente considerado culpable, sin más, por proponerme formar parte de ella, aunque fuera transitoriamente y aún cuando la figura de referencia a la que me acercaba era la irreprochable doctora Carrió. El cómodo lugar en que me había instalado desde mi adolescencia (algo así como un honesto fiscal, siempre dispuesto a poner cara de asco ante las pequeñas corruptelas de la clase media argentina y siempre criticado por su principismo bohemio y demodé) dejó paso al de sospechoso en el banquillo, pronto a ser declarado culpable al primer renuncio.
Nadie fue explícito ni maleducado. Más bien utilizaron una serie de señales destinadas a ponerme sobre aviso acerca del cambio de mi situación existencial. Bromas, ironías y bienvenidas socarronas al grito de “¿Cómo le va, diputado?” decían lo que nadie se atrevía a decir: que décadas de conocerme y de conocer mis convicciones y mi estilo de vida no eran suficientes para levantar la sospecha general que pesa sobre la clase política argentina, por razones que no es necesario explicar. Un ejemplo: el día de mi cumpleaños, por primera vez en medio siglo me fueron regaladas no una sino tres lapiceras, acompañadas por simpáticas tarjetas en las que escribieron cosas del tipo: “¡Ojo con lo que firmás!”.
Fuera del círculo íntimo, las cosas fueron menos delicadas. Un periodista llegó a sostener que yo había escrito mi último libro, una fuerte crítica de las ideas kirchneristas, con un ojo puesto en una banca de diputado. Otro me acusó de ser desde hace años el “ideólogo encubierto” de la doctora Carrió, a quien tuve el gusto de conocer en noviembre del año pasado en ocasión de la presentación de mi libro anterior. Algunos pocos escribieron notas ofensivas en mi blog. Otros consideraron mi pase provisorio a las filas políticas una traición a mis ideas sobre la crisis de los Estados nacionales y la necesidad de una democracia global.
De nada valió recordar que Altiero Spinelli, la figura por excelencia del federalismo mundial, fue diputado en el Parlamento Italiano primero, y en el Europeo (que ayudó a crear con su trabajo “nacional”), después. De nada sirvió demostrar que Kirchner & yo fue entregado a la editorial mucho antes de que me propusieran ser candidato. De nada valió posponer el cambio de mi Fiat Palio, tres puertas, modelo base, con GNC, para evitar comentarios malévolos. De nada sirvió recordar los trabajos periodísticos mejor remunerados que una banca y mucho menos comprometidos que rechacé porque me parecieron moralmente inaceptables, o señalar que un árbitro de fútbol gana hoy más que un diputado, u observar que un trepador que se alista en las filas de Carrió más que trepador es un despistado o un idiota irrecuperable. Aún menos sirvió argumentar que semejante campaña indirecta es la mejor manera de ahuyentar a los honestos del poder político, dejándoles el lugar a los corruptos a los que no les importa nada el “qué dirán”. De nada valió nada. Ya era parte yo de la clase política argentina y el “que se vayan todos” pendía, pende y penderá sobre mí.
De manera que sólo me queda publicar aquí, como respetuosa respuesta a mis tempranos detractores, las palabras que Thomas Jefferson escribió en 1801, en una circunstancia que imagino similar: “Yo sé que es cosa muy rara el que un hombre, ser tan imperfecto, se retire de los cargos públicos con la misma reputación con que entró en ellos… Sólo os pido que confiéis que administraré vuestros negocios con justicia, firmeza y actividad. Pido indulgencia para mis errores, que jamás serán intencionales. Será mi cuidado conservar la buena opinión con que hoy me favorecen promoviendo por todos los medios posibles la prosperidad de todos, y la libertad”.

*Periodista, escritor y diputado electo.