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De una casa a otra

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Esta mañana me levanté tempranísimo para esperar al camión de la mudanza. Desde hace días teníamos todo embalado salvo tres o cuatro cosas. A primeras horas de la tarde, nuestros muebles ya estarán acumulados sin ton ni son en nuestro nuevo hogar. Mientras tanto, esperamos, los empleados de la mueblería estarán colocando el placard y la biblioteca que mandamos a hacer con el plan Ahora 12, los expertos en aire acondicionado estarán mudando los aparatos de nuestra antigua casa a la nueva y los empleados de cable estarán instalando internet. Un ejército de trabajadores nos asisten en este trago amargo. Todos mis amigos me desean “que sea con felicidad” y todos mis proveedores insisten en que mudarse es “muy movilizador”: la muerte de un pariente, el divorcio, la mudanza, en ese orden. A dos grados de separación de la muerte y a uno del desgarramiento afectivo. Pienso que quienes dicen eso es porque se han mudado poco, o han tenido pocos muertos familiares o no han sufrido penas de amor. Mudarse es un fastidio muy de otro orden, porque no involucra en modo alguno lo irreparable.

De todos modos coincido en que no quisiera mudarme nunca más, porque cada vez la revisión de papeles para decidir qué guardar y qué tirar me sume en una profunda desdicha.

Quisiera estar en el campo, comprando hierbas aromáticas en mi verdulería favorita, Parador Fruit, o quejándome de lo sosa que estaba la sandía que me vendieron el otro día. A esa otra casa no voy a tener que mudarme. Ya funciono allá con menos estrés que en Buenos Aires.

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