Es injusto: durante diez días me levanté a las ocho menos cuarto, le preparé la leche caliente y el pan con dulce a mi hija, la ayudé a encontrar la ropa y a vestirse sin que se despertara su hermanito y la llevé puntualmente a la escuela. Y cuando digo puntualmente es puntualmente: la escuela está a la vuelta de mi casa y yo llegué cada mañana a las 8.25, cinco minutos antes del límite de entrada. Insisto: es injusto. Porque a pesar de mi conducta ejemplar, mi mujer me cagó a puteadas.
“¿Por qué no te levantás temprano el resto del año?”, fue su artero argumento. Y, enseguida, me recordó mi “supuesta” (así dijo ella, “supuesta”) dificultad para madrugar. Aclaro, pues: mi dificultad para madrugar es real. Para que yo me levante temprano tiene que suceder algo muy importante. Como un Mundial, sin ir más lejos. Cuando digo Mundial me refiero a todos esos partidos que hacen que un Mundial sea un Mundial. Claro, qué sencillo y natural resulta levantarse bien temprano para ver Argentina-Corea. Pero el Mundial no es sólo Argentina.
Por ejemplo, sabía de antemano que Corea-Grecia no iba a ser un festival de tacos, rabonas y gambetas. Sin embargo, era la previa del debut de Argentina, en la misma zona que Argentina. Y además jugaba Park. No digo que ver a Park me quite el sueño, pero al menos sabía que en la cancha iba a haber un jugador (suplente, casi una mascota, lo que quieran, pero jugador al fin) del Manchester United.
Distinto fue al otro día: Argelia-Eslovenia. Ahí sí no conocía a nadie. Es más, ni siquiera tenía muy claro que existiera un país llamado Eslovenia. El partido estuvo a la altura de las expectativas, pero así y todo lo vi. Fue la única vez en todo el Mundial que no puse el despertador. “Argelia-Eslovenia es mi límite”, pensé el sábado, bien tarde a la noche. Sin embargo, a las 8.15 me desperté solito, con el llamado del reloj biológico que se me activa cada cuatro años. Y, por supuesto, vi el partido.
El otro gran desafío personal fue Eslovaquia-Nueva Zelanda. Que no estuvo tan mal, después de todo. Rústicos los muchachos, tal como esperaba. Pero llegaron bastante y encima tuvo la “emoción” (bueno, de alguna forma la tengo que llamar) del gol a 30 segundos del final. No digo que festejé, pero al menos el empate neozelandés me sacó una sonrisa casi tan grande como la marca de la almohada que surcaba mi mejilla. No fue poco en esa fría mañana lagañosa.
Frente a ese panorama, un Alemania-Serbia resulta casi un cuartos de final. Al menos juega Alemania; y en Serbia hay uno con apellido terminado en “ic” que, creo, juega en la Roma, el Inter o la Juventus. ¿O era la Lazio? Y está Vidic, también del Manchester, compañero de Park. Sí, ya sé, hay una cuestión de fe que nos lleva a creer en aquellos jugadores que juegan en equipos europeos de ligas importantes. Pero así es el Mundial: activa todas las zonas místicas que viven en el ser de cada uno de los futboleros. Entonces la superstición puede alcanzar hasta al mismísimo calcio.
No puedo afirmar con rigurosidad si Dios existe. De lo que sí estoy muy seguro es que cada cuatro años una manifestación divina dice “presente” sobre la faz de la Tierra. Y no es recomendable ignorar estas expresiones provenientes de un ser superior. Aunque esas manifestaciones tengan la dudosa materialización de un Serbia-Ghana. Aunque sepamos de antemano que el resultado de cero a cero resulta tan previsible como la imposibilidad de ver dos pases seguidos. Aunque, para ver semejantes adefesios, haya que madrugar y provocar peleas familiares. Insisto, el Mundial de Fútbol es una manifestación divina. Y bien sabido es que al que madruga, Dios lo ayuda.
*Director de la revista Barcelona.