Me gustan los debates anacrónicos, vetustos, tan de otra época que se vuelven irresistiblemente modernos. Recuerdo ahora, por ejemplo, un artículo de Roland Barthes en el que le dedica un par de párrafos a la máquina de escribir eléctrica, invención novedosísima de aquellos años. Para quien no las recuerde, esas máquinas de escribir eliminaban la conexión mecánica directa entre las teclas y el elemento que golpea el papel, es decir que remplazaba las barras de tipos por una especie de bola con letras moldeadas en la superficie, que rotaba gracias a un motorcito ruidoso. La máquina -que se enchufaba al toma corriente igual que cualquier otro aparato eléctrico- hacía que la bola girase hasta encontrar la posición correcta, golpeando contra la cinta y el rodillo, y escribía la letra que un instante antes se había presionado en el teclado. Toda esa ingeniería tenía una única finalidad: la velocidad. Pero esa misma velocidad hacía que, casi siempre, las teclas se disparasen demasiado rápido (el más mínimo roce hacía que la tecla se marcara involuntariamente y no una vez, sino varias, hasta dejar escrito palabras como “corazzzzzón”, por dar un ejemplo). Obviamente la máquina fracasó, pero antes de pasar al olvido final, queda el recuerdo del artículo de Barthes fascinado con la velocidad eléctrica.
Pensaba en todo esto mientras leía unos números viejos del suplemento de libros de Le Monde. En un momento Le Monde des Livres inauguró una sección que consistía en republicar artículos aparecidos originalmente hace treinta o cuarenta años. Uno de esos artículos estuvo dedicado a comentar un apasionado debate de 1964 sobre otra aparición novedosa de esos años: el libro de bolsillo. El asunto comenzó con un ensayo del profesor de estética Hubert Damisch, llamado La cultura de bolsillo, en donde definía al libro de bolsillo como una “falsa ilusión de democratización cultural”. Como no podía ser de otra manera, Le Temps Modernes, la revista de Sartre, tomó la posta, y el propio Damisch publicó un ensayo llamado El lenguaje de la penuria, donde agregaba que el libro de bolsillo utiliza estrategias de comercialización “con los mismos métodos que cualquier paquete de detergente”. A lo que le siguieron una serie de artículos, a favor y en contra, escritos por Sartre, Sollers, Revel, y sobre todo Bernard Pingaud, que defiende al libro de bolsillo “por su modestia”.
Muchos años después, en 1987, Damisch publicó un extraordinario libro llamado L’origine de la perspective. Es un ensayo que modifica muchas de las ideas que se tenían sobre el tema (en especial las que provenían de La perspectiva como forma simbólica, el célebre libro que Panofsky escribió en 1924) que la editorial Flammarion publicó en formato Trade (es decir, de tamaño grande, convencional). Es una edición muy cara, que nunca pude comprar. Hasta que, en 1993, la propia editorial Flammarion, en su colección de bolsillo, publicó el libro en una edición “revisada y corregida” por el propio Damisch, con ilustraciones tan hermosas como las de la edición en Trade. Esa es la edición que tengo ahora aquí, en mi escritorio, mientras escribo este artículo. Y a la vez, por estar “revisada y corregida” por el autor, la edición de bolsillo es la edición establecida, la edición definitiva. No me desagrada la idea de que la edición de bolsillo sea la definitiva.