La caída del gobierno de Perón en septiembre de 1955 ocurrió de forma gradual, confusa, poco violenta. Nada comparable con los épicos anuncios del 31 de agosto –“por cada uno de los nuestros caerán cinco de ellos”– ni con los dramáticos episodios de junio: el bombardeo indiscriminado a la Plaza de Mayo por aviones de la Marina y el posterior incendio de iglesias. El alzamiento, iniciado en Córdoba el 16 de septiembre, tenía tres días después un futuro incierto, y el general Lonardi pensó incluso en rendirse. Los cuerpos militares que defendían al gobierno constitucional realizaban interminables e infructuosas “operaciones de limpieza”. La CGT anunció una movilización que no llegó a concretarse. El 19 Perón presentó una nota ambigua, en la que habló de una renuncia, o quizá de futuro renunciamiento; los jefes militares, sus destinatarios, dudaron sobre cómo interpretarla hasta que, en la madrugada del día 20, un grupo de oficiales, encabezados por el general Imaz, irrumpió con armas en la reunión y les explicó que se trataba de una renuncia. La incertidumbre duró varias horas más, hasta que Perón se asiló en la embajada paraguaya y la Radio del Estado anunció el fin de su gobierno.
Perón se fue sin luchar. ¿Gesto sanmartiniano? ¿Naturaleza de león herbívoro? Quizás advirtió que su régimen, aunque conservaba los muros externos, se derrumbaba por dentro. Sus adversarios hicieron mucho para llegar a esto, pero este lánguido final se explica sobre todo por el desgaste y la descomposición interna. Parafraseando a Gibbon el peronismo, como el imperio romano, fue víctima de su propia y prolongada decadencia.
1949 fue el año del apogeo de la “fiesta peronista”. Las medidas decisivas se tomaron entre 1944 y 1946, y en los años siguientes el nuevo gobierno pudo aprovechar la excepcional situación económica del país en la posguerra para repartir los beneficios, materiales y simbólicos, que consolidaron y ampliaron sus apoyos iniciales. También terminó de ordenar y unificar a sus seguidores en un movimiento asentado sólidamente en los sindicatos y en los grupos populares, respaldado a la distancia por el Ejército y la Iglesia y mirado con benevolencia por una buena parte de los empresarios, aunque los sectores rurales, el “pato de la boda” ya iniciaron su sorda protesta. El modelo de la “comunidad organizada” estableció el lugar de cada uno, y el del conductor.
En 1949 terminó la bonanza, con el primer stop de una economía que los conocerá luego cíclicamente. Llegó la primera factura, que se multiplicó en 1952, con la sequía, la recesión y el pan negro. Las grandes huelgas y el conato militar de 1951 y la dolorosa muerte de Eva Perón completaron el bienio negro del peronismo.
Perón salió airoso de este momento difícil. A fuerza de discursos didácticos, y evitando los ajustes drásticos, logró amainar la inflación.
Criteriosamente, cambió su política con el campo y restableció los incentivos a la producción. Asumió que había un problema de ineficiencia en el mundo industrial y pidió soluciones a empresarios y sindicatos, con consignas productivistas dignas de la Unión Soviética. Sobre todo, abandonó la ilusión de la autarquía y convocó a los capitales internacionales a invertir en los sectores de base, como el automotriz o el petrolero. Cambió el modelo, y adoptó otro, que fue el que el país encaró a fondo luego de 1955.
Perón no avanzó tanto. Advirtió las sordas protestas de los sindicalistas y los nacionalistas, los dejó discutir y no presionó para avanzar con el nuevo rumbo. Compró tranquilidad, a costa de que se repitiera la crisis, que en definitiva cayó sobre sus sucesores. Pero llegó a septiembre de 1955 con el respaldo pleno de los sindicatos y la aprobación de los empresarios, dudosos y timoratos. Aunque las cosas no eran como al principio, no aparecían fisuras.
En el frente político la solución no fue tan fácil. Perón ganó cómodamente todas sus elecciones, con más del 60% de los sufragios, pero no logró doblegar al tercio opositor, cuya obstinación contradecía el mito de la nación unida detrás de su conductor. Es el talón de Aquiles de los gobernantes cesaristas. Se concentró en doblegar a ese tercio, mediante la peronización forzada, o al menos ocultarlo, anulando su expresión pública. La exigencia del carné partidario para ocupar un cargo público, el adoctrinamiento escolar, la imposición masiva de los nombres de los líderes a lugares públicos, así como el control férreo de los medios de comunicación, la restricción de las libertades políticas, la cárcel y la tortura para los opositores y finalmente las manipulaciones electorales; todo ello caracterizó esta nueva etapa en la que un gobierno autoritario se convirtió en una dictadura.
Sin Evita, que había insuflado el tono popular y militante, se organizó un totalitarismo burocrático, manejado por personajes menores, sin capacidad para percibir los matices, los costos y los beneficios. Perón mismo cambió luego de la muerte de Evita. Frecuentemente distraído, tuvo menos sensibilidad y reflejos. Su ánimo fue oscilante; hubo momentos en los que convocó al diálogo y a la pacificación, como en 1953 o después de los episodios de junio de 1955, para pasar luego rápidamente al discurso de guerra. Cosechó algunos nuevos aliados, pero empujó a los opositores a la senda del golpismo y el terrorismo, un camino que tampoco llevaba a ningún lado. Hubo paz, con represión y terrorismo, pero sin vislumbres de un derrumbe.
Como se señala aparte, la peronización alcanzó a la Iglesia y al Ejército, dos instituciones fundantes del régimen, con efectos claramente contraproducentes. A fines de 1954 el régimen estaba estancado, burocratizado, sin fuerzas para reformarse, pero sus apoyos estaban incólumes y la violencia de la oposición era la muestra de su impotencia. El conflicto con la Iglesia también era manejable: al fin, el mismo Mussolini logró coexistir con el Papa. Pero allí saltó la chispa que produjo el incendio y precipitó el final.
A fines de 1954, Perón encaró una guerra total contra la Iglesia, movilizando todos los recursos. Con la saña de anticlerical trasnochado, hurgó en la vida privada de obispos y sacerdotes buscando escándalos. Apold sumó a expertos de izquierda, como Rodolfo Puiggrós o Jorge Abelardo Ramos. Se sancionaron leyes que incluían desde el divorcio hasta la reapertura de los prostíbulos, obligando a sus partidarios a alinearse en un combate en el que muchos no creían. Es difícil saber por qué tomó esta decisión tan extraña, que desencadenó el final de un gobierno carcomido pero aún en pie.
Sin duda, calibró mal la capacidad de movilización de los católicos –ya probada en los años ‘30 y ‘40– y no previó que ella abriría la brecha fatal. La movilización católica se encendió, con el brío y la convicción que había tenido antes del peronismo. Bajo la consigna de “Cristo vence”, multitudes se reunieron en la procesión de la Inmaculada de diciembre de 1954 y en la de Corpus Christi de junio de 1955. Se les sumó toda la oposición, que advirtió las posibilidades que ofrecía la ocasión. También se sumaron muchos peronistas católicos, y sobre todo un grupo significativo de militares, los suficientes como para establecer y sostener un foco revolucionario en Córdoba y animar a otros a pegar el salto.
Fue el pequeño cambio que modificó el equilibrio, y desnudó la frialdad e inconsistencia de los apoyos al gobierno de Perón, que cayó mansamente, no tanto por la potencia de sus adversarios cuanto por el inmovilismo de quienes decían defenderlo. Luego de un interludio conciliador, que duró apenas ocho semanas, en noviembre de 1955 viejas y nuevas tensiones estallaron con fuerza multiplicada.
El Ejército y la Iglesia, una relación que generó resistencias
La maquinaria peronizadora llegó también al Ejército y la Iglesia, unidos en la doctrina de la “nación católica”. En el Ejército, los cursos de adoctrinamiento, las prebendas a los oficiales y las promociones favorables a los más leales –que beneficiaron entre otros, al general Videla Balaguer y al almirante Rojas– afectaron la sólida tradición profesionalista y corporativa, impuesta en los años veinte por el general Justo. Surgieron dos facciones minoritarias, una peronista y otra antiperonista, pero el grueso del Ejército se mantuvo hasta el final dentro del profesionalismo y el acatamiento a las autoridades constitucionales, con respeto pero sin fervor. No era fácil advertir fisuras.
En la Iglesia las cosas fueron un poco diferentes. Había satisfacción con el gobierno que desplazó a los liberales y laicistas, ratificó la enseñanza religiosa en las escuelas, invocó la doctrina social de la Iglesia y conformó un Estado orgánico digno de la tradición papal. Pero suscitó resistencias su política social radicalizada, especialmente en cuestiones de familia, y el desarrollo de un culto casi religioso en torno de Eva Perón. La jerarquía se molestó cuando Perón intentó peronizar al clero, elogió a los obispos “populares” y denostó a los “oligarcas”. Se defraudó cuando en 1949 la Convención no consolidó el lugar en el Estado de la Iglesia y la religión católica. Las luces rojas se encendieron cuando la máquina peronista impulsó a la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), avanzando sobre las organizaciones católicas.
En 1954 estaban listos para responder a cualquier desafío nuevo.
*Historiador. Club Político Argentino. www.luisalbertoromero.com.ar