El próximo jueves 9 de abril, Margarita Stolbizer presentará su candidatura a presidente. Apoyo esa candidatura y asistiré al acto. ¿A qué viene esta declaración en primera persona?
Viene a exponer una cuestión que concierne a los que colaboramos en los medios como periodistas, intelectuales o una indiscernible mezcla de ambos oficios. En A Good Life, Ben Bradlee, el director del Washington Post durante el caso Watergate, que ese diario investigó hasta sus últimas consecuencias, cuenta que conoció a John Kennedy, casi por casualidad, un domingo soleado de 1959, cuando paseaba en familia por Georgetown. Se hicieron amigos, compañeros de copas, capturados ambos por lo que cada uno admiraba o deseaba del otro. Se los veía en los pubs, o comiendo con sus respectivas mujeres en los restaurantes del barrio donde vivían. Bradlee cuenta que Kennedy lo llamaba a cualquier hora para protestar por notas que no le convenían y que llegaba a enojarse.
Muchos años después, en esas memorias tan fascinantes como instructivas, Bradlee escribe: “Los periodistas, y especialmente los editores, siempre temen que los políticos los seduzcan; al mismo tiempo, buscan esa seducción o, por lo menos, alguna forma de intimidad”. Y agrega: “La experiencia de que un amigo esté en la carrera presidencial es inesperada y fascinante para cualquiera. Pero, en el caso de un periodista, también es poco clara: ¿se es amigo o periodista? Hay que redefinir esos dos términos permanentemente”.
Esto sucedía en Estados Unidos. Kennedy no tenía voceros que mediaran en su amistad con Bradlee, lo cual era una ventaja. Pero quiero subrayar que la relación del periodista y el político era pública. Eso evitaba los sobreentendidos y las sospechas. Lo mismo vale para la relación entre un intelectual y un político (me excuso de no poner siempre la forma femenina, pero aquí va: una política, una periodista, una intelectual).
Hace poco, Jorge Lanata dijo que no votará ni a Macri, ni a Scioli ni a Massa y que lo más probable es que vote a la centroizquierda. Creo recordar que Horacio Verbitsky (aunque no haga falta) da a conocer su voto. No conozco otros casos, pero es posible que existan. De existir, de todos modos, sería una práctica que no puede volverse obligatoria. Pero que sea excepcional pone al desnudo las dificultades de una relación compleja.
Me parece tosca la afirmación de que el voto es secreto. El secreto del voto es un instrumento legal defensivo, no una obligación de silencio. Defiende a los débiles frente a los poderosos: en el pasado, al peón frente al patrón, al obrero frente a quien le daba trabajo, y siempre al empleado público frente al gobierno. Por lo tanto, el secreto del voto también cubre a un contingente de periodistas que temen represalias laborales si expresan el contenido de su voto según el medio donde trabajen (canal público o gran monopolio informativo), pero resulta inmotivada concesión para los periodistas “estrella”.
Dos preguntas: ¿arriesga su credibilidad un periodista o un intelectual que escribe en la prensa por el hecho de enunciar su voto? ¿Los lectores ganan o pierden con este saber?
Quisiera separar estas dos preguntas de lo que, en los últimos años, se ha denominado “periodismo militante”, una forma del periodismo que toma poco en cuenta la objetividad de la información. Entiendo por objetividad no simplemente la verdad fáctica de lo que se afirma; también importa lo que no se dice y, sobre todo, el modo en que se dice lo que se dice. Afectan la objetividad tanto la omisión de lo que va en contra de lo que se quiere demostrar, como el escamoteo de datos que contrabalancean o equilibran los hechos que se presentan y el montaje tendencioso de lo que otros han dicho.
El “periodismo militante” no es únicamente una desviación de Víctor Hugo Morales, de 6, 7, 8 o de buena parte de Página/12. No estoy hablando de plata (que es otro tema, quizá de la misma importancia) sino de la tentación que asalta a los que tienen la oportunidad de expresarse, como intelectuales o como periodistas, en los medios. De esa sombra, ninguno de nosotros queda libre para siempre. Por el contrario, es un peligro que amenaza incluso a los que parecen más ecuánimes. Nadie está a salvo. Por lo tanto, lo mejor y más difícil sería comunicar todas las razones por las que se dice lo que se dice.
Para no irritar susceptibilidades, doy un ejemplo del pasado: Jacobo Timerman fue un periodista militante cuando persuadió a sus lectores de La Opinión de que el golpe que se acercaba en 1976 venía solamente para impedir el caos en el que había caído el gobierno de Isabel Perón y restablecer el “orden”. Lo que no dijo es que él y su diario mantenían relaciones, desconocidas para sus lectores, con los jefes militares del golpe inminente, sobre todo con la fracción de Videla y Viola. No dijo que lo que estaba informando provenía de uno de los cuarteles golpistas. ¿Reserva de fuente o cálculo? Otra buena discusión de ética periodística.
Imaginemos un tipo ideal de enunciación: los lectores conocen las simpatías políticas de quienes escriben en los medios y, por eso, están en mejores condiciones para evaluar su objetividad cuando eligen los sucesos que comentan y las opiniones que expresan (ineluctablemente) esos comentarios. Todos saben un poco más en un proceso de comunicación menos opaco. Disminuye la sospecha. Quizás haya menos que denunciar en Twitter, ese inflamable jury del periodismo.