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Dejemos al mundo chorear en paz

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El asunto no es demostrar lo contrario, sino exigir pruebas al otro. Ese es el ejercicio del negador, del señor que, por distintas razones –van desde el soborno hasta la imbecilidad ad honórem–, antepone el reclamo de la investigación inviable –no hay recibos para la coima– a la necesidad de defender el dinero que es de todos. Es más, desde los medios, el mejor ejercicio es el de decir que no existen pruebas del robo, aunque las pruebas estén impresas en libros, exhibidas en la tele o hayan sido publicadas por el Boletín Oficial. A los alcahuetes no les basta ni que el chorro confiese en público.

Siempre me provocó entre curiosidad e indignación no poder explicar cómo hace cierta gente para vivir de cierto modo. De cabrón –y envidioso, seguramente–, más que necesitar pruebas que expliquen la corrupción, trato de sumar y restar para ver cómo se llega a tener un patrimonio millonario siendo monotributista. Me pasa con ciertos políticos, con ciertos gremialistas y con ciertos dirigentes deportivos. También con algunos hombres de prensa. Lo más probable es que mi prejuicio tenga que ver con mis malos modos. Y con mi escasa capacidad de ahorro.
A veces, cuando uno se enoja con el corrupto no sabe si lo que le molesta es la corrupción o no animar a corromperse. Tal vez, no tener ofertas tentadoras.

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Del mismo universo de los negadores seriales forman parte los que se indignan cuando se critica a un muerto. “Es de cobarde criticar a quien no puede defenderse”, se enojan al mismo tiempo que no paran de ensalzar al finado, lo que no deja de ser parte de lo mismo. Muchas veces, ambas características conviven bajo un mismo DNI.

Es imposible hablar del fútbol argentino sin remitir a Julio Grondona. Para bien o para mal, sus 35 años entronizado en el sillón de Viamonte 1366 lo convierten en omnipresente, cosa que, por cierto, cualquier persona que lo haya tratado mano a mano más de cinco minutos sabe que es algo que Julio disfrutó y fomentó.

Como para bajar la histeria de sus viudas conceptuales –si acaso la palabra concepto tuviese acceso al edificio madre de nuestro fútbol–, tampoco se podría hablar de peronismo sin citar a Perón, ni de kirchnerismo sin citar a Néstor, ni de Paka Paka sin citar a Sarmiento. Se trata, básicamente, de un lugar común más del medio pelo autóctono que, en lo que a fútbol se refiere, compite con brillanteces del estilo de “2 a 0 es el peor resultado”, “no hay mejor ataque que una buena defensa”, “nunca hay que cerrar para adentro” o “el hincha paga y puede hacer lo que se le antoje”.

Dudo mucho de que la misma dirigencia de nuestro fútbol no hable de Don Julio todo el tiempo. Y no siempre con la nostalgia de los buenos recuerdos.

La estructura del fútbol argentino cruje de la mano de los nudos que sólo el más notorio de los Grondona sabe cómo se ataron. A esta altura, cabe sospechar que se llevó la solución dentro del cofre de sus más entrañables recuerdos.

Nadie tiene la menor idea de cómo solucionar el mamarracho del torneo de treinta equipos. A menos de tres meses del comienzo, ni siquiera se sabe fehacientemente cómo se va a jugar. Lo que todos saben es que el argumento madre con que se apuró a los dirigentes –si quieren más plata, será a través de un negocio de apuestas que exige un torneo de treinta equipos– hoy ya no existe: el asunto del Prode Bancado tiene la consistencia del AFA Plus.

¿Por qué no dar marcha atrás con ese esperpento? El argumento más frecuente es que no se puede defraudar a quienes sueñan con el ascenso masivo. Especialmente a los gobernadores e intendentes que aportaron a la causa. Al fútbol argentino le importa un carajo la infamia de que un dirigente de alto rango gaste el dinero del agua potable, los jubilados, los maestros o las cloacas, en comprar un puntero derecho o sobornar a un árbitro. Genial. Un ejemplo. Me pregunto si los dirigentes que avalan asuntos como éstos no son los mismos que, para sus emprendimientos privados, exigen honradez y reglas claras.

Para contrarrestar la versión de las apuestas –y cuidar la memoria de Grondona, lo que, insisto, también es hablar de alguien que ya no está físicamente entre nosotros–, Miguel Silva, secretario general de la AFA (en este tipo de organismos, ningún cargo que no sea el de presidente influye más que el de secretario general), habla de federalización del fútbol y de contar con un torneo más competitivo. Respecto de la federalización, en el mejor de los casos el nuevo torneo tendría representada a menos de la mitad de los distritos provinciales. Por cierto, no sería un ejemplo de federalización que la final de la Copa Argentina no se transmitiese por televisión abierta.

Respecto de la competitividad, es como si en los mundiales, después de la fase de grupos, se pasara de 32 equipos a 64. En ningún deporte, ampliar la cantidad de participantes garantiza mejorar el nivel competitivo. Por lo general, es al revés.

No lo culpo a Silva. Es noble de su parte defender los trapos que quedaron colgados de la azotea.
Pero de estas cosas se trata la herencia que quedó en la AFA. De torneos llenos de asteriscos. De partidos que se suspenden por lluvia y se juegan dos semanas después en vez de hacerlo al día siguiente. De partidos que se juegan bajo el agua y otros que nadie sabe por qué se suspenden (Aldosivi-Argentinos). De espectáculos sin visitantes que se frustran porque se matan a tiros los locales. De dirigentes desesperados por viajar con un seleccionado al cual, al mismo tiempo, le niegan jugadores. De cotejos que, por el torneo doméstico, se juegan sólo con público local, mientras por la Copa Argentina van todos y por la Sudamericana no se sabe. De estadios con molinetes fantasma por los que pasan los mismos barrabravas que, en on, los dirigentes pretenden que otros condenen. De entrenadores y futbolistas huyendo como delincuentes de los estadios porque cometen el pecado mortal de perder partidos o patear mal una pelota mientras son agredidos por barrabravas que jamás harían nada bueno por un club. De clubes que soportaron el desguace de administraciones incalificables –especialmente, la privada, la de Blanquiceleste– pero que su clase dirigente no aprende la lección y no consigue presentar lícitamente los avales que le permitan participar de una elección. De clubes de los mejores, como Vélez, a cuyos padrones la justicia electoral acaba de detectarle una enorme cantidad de socios mayores de cien años o ya fallecidos, suficientes como para, con ellos solos, ganar una elección. De árbitros que no pueden explicar ciertas decisiones que toman y, en vez de aclarárselo a la opinión pública, la opción es hacerlos descansar una semana, castigarlos con un partido de ascenso o mandarlos a algún curso de la FIFA.

Entiendan la tolerancia de hablar, apenas, de cosas sucedidas dentro de la última semana. El repaso de tan sólo siete días sobra para entender de qué se trata esta mierda.

Lo más triste es que tienen razón quienes argumentan que buena parte de lo mencionado le importa poco y nada no sólo al hincha de fútbol sino al mismísimo socio de los clubes a los que pocos cuidan. El espectáculo deportivo que más amamos es el peor tratado de todos. Y el hincha que paga y banca el negocio –incluido el de muchos barras y algunos dirigentes– soporta cuando va a la cancha lo que no toleraría en ninguna otra circunstancia.

Fue en la cancha de Boca, pero podría haber sido en cualquier otra con convocatoria importante. Cada una de las miles de personas que esperaban pacientemente –hacinadas, observadas con fastidio por los muchachos de la policía– dejó en el primer cacheo encendedores, paraguas, botellas de plástico, hasta lapiceras.

Esas mismas personas acababan de ver, a diez cuadras de allí, cómo se cortó el tránsito para que, escoltados por patrulleros y a contramano, avanzaran un colectivo con gente colgada hasta de la rueda de auxilio y cuatro autos particulares –una cuatro por cuatro incluida– con una parte de la barra brava boquense.

La misma policía que ayudó a que los miserables llegasen sin complicaciones a su feudo de droga, robo y estafa a la pasión prohibió entrar en la cancha con elementos prohibidos por culpa de los que ellos mismos acompañaban como si se tratase de la Guardia Suiza y el papa Francisco.

No pretendo sorprender a nadie con el relato de algo tan común en nuestras canchas. Sólo quiero que el contrasentido quede impreso.

Nadie se tome el trabajo de discutir presuntas honradeces a partir de la falta de pruebas del robo. Dejemos al mundo chorear en paz.

Al fin y al cabo, basta con hechos concretos, vacíos de teoría y repletos de imágenes, para dejar en claro que, aun si nadie se llevase nada que no le correspondiese, vivimos en una sociedad infectada de personas que ocupan lugares que son incapaces de honrar.