Pasaron dos partidos más de las Eliminatorias y, pese a una muy leve mejoría en el partido contra Brasil, la Selección sigue sin tener equipo para el Mundial. Alfio Basile mostró alguna idea de cambio, como la inclusión de Jonás Gutiérrez o el doble cinco Mascherano-Gago, algo que veníamos sugiriendo desde aquí hace un tiempo (columna del 17 de noviembre de 2007: “[…] ¿siempre será ‘Riquelme y diez más’? ¿Nunca doble cinco con Mascherano y Gago? Es la Selección más conservadora que se recuerde de los últimos 25 años […]”). Es un dato positivo, pese a que Riquelme sigue siendo intocable y esto reduzca el funcionamiento a un solo esquema. Por ende, achica también el espacio de maniobra del entrenador, que no tiene libertad para sacarlo o ponerlo cuando sea necesario. Juega siempre, cuando debe y puede, y cuando no también. No está bien que sea así, genera una ventaja injusta sobre el resto del plantel.
Pero seguimos sin equipo, y esto es lo realmente serio.
Hay un dato curioso. En esa antojadiza división de los entrenadores entre “tácticos” y “líricos” (con la salvedad de que los tácticos lo son y los líricos nunca lo son de verdad), notamos que la figura del ciclo Carlos Bilardo era Diego Maradona. Lo fue desde el día en que asumió en la Selección. Después llegó Basile y montó su mejor obra, el campeón de la Copa América ’91, apoyado en Diego Simeone, Leo Astrada y Gabriel Batistuta.
Daniel Passarella –otro “táctico”– armó sus equipos desde Ariel Ortega y Marcelo Bielsa y tuvo a Verón como estandarte, sin olvidar que muchas veces incluyó en sus formaciones a Fernando Redondo.
Con esto quiero dejar en claro que los “tácticos” hicieron sus equipos desde futbolistas de notables condiciones técnicas. En cambio, Basile –ubicado en la vereda de los líricos– disfrutó de sus grandes momentos con jugadores de temperamento y fuerza. Ahora sucede lo mismo. Mientras nos desgastamos en discusiones sobre Riquelme, Messi, Agüero y Tevez, hasta el momento el mejor jugador del segundo ciclo de Coco es Javier Mascherano, un volante de marca. No es Mascherano un futbolista que le pegue con los tobillos, pero es algo así como si la figura del campeón del ’78 hubiese sido el Tolo Gallego y no Mario Kempes. No está mal, pero se nos dice que el equipo tiene que jugar a otra cosa. En esa “otra cosa”, el mejor debería ser Riquelme. O Verón. O Messi. O Agüero. Pero ellos casi nunca son los mejores de la cancha. De hecho, en Belo Horizonte la rompió Gago, Mascherano jugó como siempre y Jonás Gutiérrez trabajó bien en profundidad y contención.
En cambio, Riquelme sólo se enchufó un ratito, Messi jugó bien nada más que en el corto lapso en el que Román no estuvo y de Cruz y Agüero es mejor no emitir opinión.
Argentina juega mal. Ya no importa si lo hace lento o rápido, lo hace mal. Ante Ecuador, Verón y Mascherano intentaron poner un poco de orden, pero entre la presión del rival y la falta de movilidad endémica del equipo, se redondeó una actuación pésima.
La realidad es que contra Brasil tampoco jugó bien. Si hubiese jugado bien, hubiera ganado o, al menos, habría tenido una mayor presencia en el área rival. El Brasil del miércoles es uno de los peores que hayamos visto. La diferencia es que a Brasil le faltó medio equipo. Los nuestros estuvieron casi todos.
Es cierto que Argentina pudo haber ganado, pero en el primer tiempo una atajada fillolesca de Abbondanzieri evitó un gol de Julio Baptista y Robinho desperdició otra situación con el arco libre. En el segundo, hubo apenas dos llegadas de Argentina, antes de esa aparición final de Messi. Es muy poco.
Argentina es previsible, los rivales siempre están armados porque la interminable cantidad de toques de los nuestros hace que los adversarios pasen la línea de la pelota sin problemas. Cuando les llega a los de arriba –después de tocarla para los costados y para atrás cien veces–, los delanteros están solos contra cuatro o cinco defensores, independientemente de quiénes sean los que ataquen. Le pasa a Agüero, a Cruz, a Messi y le pasó a Tevez cuando fue convocado.
No hay sorpresa. La hubo contra México y metió cuatro. La hubo en el primer tiempo contra Estados Unidos y la Selección generó muchas situaciones que desperdició. Ahora, ni siquiera genera esas llegadas. Contra Ecuador, apenas preocupó cuando entró Julio Cruz. Ahí la cosa cambió un poco y el empate vino porque Basile se manda mensajes de texto con Dios. Y en Brasil pisó poco y nada el área rival. Por eso llama la atención que la mayoría diga que jugó “bien”. Jugó mejor que Brasil, que no es poco ni era tan difícil, viendo lo que puso en cancha Dunga. Pero bien, lo que se dice bien, no. No nos mintamos, no hace falta, estamos a tiempo de arreglar todo esto.
Otro lío en el que estamos metidos es que creemos tener los mejores jugadores del mundo. Lo dice Basile todo el tiempo. Sin embargo, no se recuerdan grandes actuaciones de Messi y de Agüero con la celeste y blanca. Tevez tiene más historia, pero hay que ir al archivo. Para encontrar algún buen partido de Riquelme, hay que recurrir a la era Pekerman o a algún partido de la Copa América de Venezuela contra rivales de décima. Lo mismo les pasa a Verón, Zanetti, Heinze o Cruz. Apenas quedan el recuerdo del gran Mascherano, esta notable versión europea de Gago, la jerarquía de Demichelis y la esperanza de que Jonás Gutiérrez le meta ritmo a tanta modorra.
Y tienen que dejarse de embromar con las peleas internas. No se arreglan con abrazos forzados delante de las cámaras, como el que le dio Riquelme a un incómodo Messi. Tampoco negando lo evidente o amenazando al periodismo que lo difundió, como hizo Mascherano.
Hay que pensar un poco que a esta camiseta la lució Maradona. Y Diego siempre estuvo a disposición del equipo sin pelearse con nadie. Como estaría a disposición ahora, seguramente, para explicarles a más de uno cómo funciona un líder positivo y verdadero, algo que a este grupo le falta dentro y fuera de la cancha.