Hace un año, Gendarmería atacó con balazos de goma y gases una murga de chicos de 9 a 14 años en el sur de la Ciudad de Buenos Aires. A dos meses del inicio de la gestión de gobierno de Cambiemos, las fuerzas de seguridad federales y provinciales habían cargado contra trabajadores en lucha, como los municipales de La Plata y los obreros de Cresta Roja. Milagro Sala llevaba un mes presa, acusada de “sedición” por un acampe. En los barrios, los fusilamientos por gatillo fácil crecían exponencialmente, y lo mismo sucedía con las muertes en lugares de detención.
A lo largo del año se multiplicaron aprietes, amenazas y ataques contra militantes, muchas veces por parte de patotas vinculadas al poder, como en Villa Celina, donde balearon a Darío “Iki” Julián, que falleció un año después. Fue durísima la represión al acampe de los trabajadores fueguinos, arrasado por gendarmes y policías al son del Himno Nacional. Las decenas de miles de despidos jalonaron el país con un episodio represivo tras otro. Los gases y los escopetazos se descargaron por igual contra pibes en un festival de rock, vecinos desalojados y pueblos originarios.
Llegamos a noviembre con un muerto por el gatillo fácil o la tortura cada 25 horas, en un ascenso tan brutal que, en los últimos 15 días de diciembre, contabilizamos veinte asesinatos estatales.
Diputados y senadores trabajaron para el ajuste y la represión, con presupuestos que recortaron programas sociales, salud, vivienda y educación para concentrar fondos en el aparato represivo, y leyes como las que consagraron el “agente encubierto” (el infiltrado), el “revelador” (el provocador) y el “informante” (el buche) o la flagrancia, que se sumaron al arsenal de herramientas “legales” para reprimir.
El Poder Judicial aportó lo suyo, con fallos como el del Tribunal Superior de la CABA, que amplió al infinito las históricas facultades policiales para detener personas arbitrariamente, o el de la Corte Suprema de la Nación que limitó significativamente el derecho de huelga.
El Poder Ejecutivo, después de la declaración de emergencia nacional en seguridad y el protocolo antipiquete, creó la Policía de la Ciudad y avanzó con propuestas como la reforma de la ley de ejecución penal, para tirar la llave de las celdas de los presos pobres, y el renovado impulso a la idea de criminalizar, como si fueran adultos, a los pibes de 12, 13 o 14 años.
El telón de fondo de esa película represiva es la explícita reivindicación de la última dictadura cívico-militar-eclesiástica, que mostró los dientes con el editorial de La Nación del día siguiente de las elecciones, y prosiguió con la reunión del secretario de DD.HH., Claudio Avruj con los defensores de los genocidas; Marcos Peña llamando “proceso de reorganización” a los despidos de estatales; el negacionismo del terrorismo de Estado por el secretario de Cultura, Darío Lopérfido, y el propio presidente Macri, que dijo “no tengo idea y no me interesa” y usó la nada inocente expresión “guerra sucia”, todo muy compatible con las provocaciones de la visita del presidente yanqui el 24 de marzo pasado, el intento de domiciliaria al chacal Etchecolatz y el desfile de represores en el Bicentenario del 9 de Julio.
Las declaraciones del carapintada Gómez Centurión, que negó el plan sistemático de exterminio de la dictadura, son más de lo mismo, y anticipan que lo que comenzó mal seguirá peor, con más infiltración y espionaje, como padecen hoy los trabajadores en lucha contra el cierre de la planta de AGR-Clarín, y con más represión en todas sus modalidades.
Pero el pueblo trabajador no permaneció inmóvil frente a ese escenario. Hay luchas, y hubo triunfos, como la derrota que infligimos, en las calles, al protocolo antipiquete. Hay luchas, y cada vez mayor conciencia de que al ajuste y la represión debemos oponer toda la unidad y organización que seamos capaces de construir. Esa es nuestra fuerza, ése es el camino.
*Correpi - Izquierda Revolucionaria.